viernes, 27 de julio de 2012

LOS BASUREROS TIENEN RAZÓN EN SU HUELGA


Tan sencillo como que cualquiera tiene derecho –por supuesto, también derecho legal- a cobrar lo acordado. La seguridad legal es una de las reglas de esta democracia en proceso de descomposición, con la coartada de la crisis económica. Y lo firmado, en el Convenio de 1 de abril de 2009, eran las condiciones de salario y trabajo de quienes, a cambio de esas condiciones pactadas, iban a realizar la limpieza de las calles y la recogida y transporte de las basuras de Cádiz. Si una de las partes, la que debería pagar lo pactado, es la primera en no cumplir su compromiso, nadie puede acusar a la otra de no hacer su parte. Sin embargo, el Ayuntamiento sólo culpa a quienes no recogen la basura, no  a quienes no están cumpliendo con las condiciones de la concesión, que es la unión de empresas SUFI COINTER. En este asunto, la alcaldesa miente cuando declara que esa concesionaria no plantea pérdida de salarios. Según el citado Convenio, con vigencia hasta el 31 de marzo de 2013, se pactó graduar las subidas salariales cada año, correspondiendo para el próximo cuarto año de vigencia, una subida del IPC real a finales del 2011, más un 2 %. Es decir, un 4.4 %, cuando la empresa pretende reducir esa subida a un 0.5 %. Es evidente que no se cumple lo acordado. Como que esa cifra redonda busca confundir en beneficio propio. En efecto, los sindicatos UGT y CCOO acordaron con los empresarios que ese 0.5 % sería la subida salarial para los acuerdos que se pactaran este año. Pero una cosa es pedir que se cumplan los acuerdos y otra que los nuevos tengan nuevas condiciones, aún pareciéndonos que esa subida ridícula sigue cargando otra vez toda la carga de la crisis en quienes no la provocaron. La petición de quienes trabajan en la limpieza de basuras no son, pues, como acusa la alcaldesa, ni una incongruencia, ni una muestra de insolidaridad ante quienes sufren la crisis. Sino una reivindicación que nos defiende a quienes vivimos de nuestro trabajo.

Entender que, por encima de la enorme incomodidad de los malos olores de la basura, está nuestra propia seguridad como trabajadores. Lo que nos pide la alcaldesa, y la concesionaria, unión de dos internacionales, es que todos y todas debemos cobrar menos, trabajar más y no saber -ni quejarnos por ello- en qué condiciones lo haremos en adelante, para adaptarnos a una crisis que se decide no se sabe dónde, pero sí con qué intereses.

Por supuesto que la huelga es molesta. Una huelga no es una mera sugerencia a la empresa, por si quiere tenerse un detalle bonito, sino una lucha entre económicamente desiguales. El capital siempre tiene la ventaja de que quien vive de su salario padece la presión de sus ataduras económicas. La huelga cuesta mucho dinero a quien la hace, les supone privaciones de las que tarda meses en recuperarse, no son esos días en el Edén de la pereza con el que los retratan quienes no necesitan hacer huelgas para llevárselo en negro. El capital ejerce esa presión con violencia, porque sabe que sólo le dañan significativamente las huelgas de muchos días o las que se concentran en ocasiones de su especial interés. Sólo entonces se equilibra esa lucha de clases. Sería realmente estúpido hacer una protesta cuando no la vea nadie o cuando no repercuta con importancia. Pero tampoco ha de caerse en la manipulación que presenta a quienes hacen este trabajo como contrarios al interés de Cádiz. Porque poco ganará esta ciudad si llegamos a un tiempo en que quienes trabajen no sabrán lo que, despóticamente, querrán pagarles sus empleadores. Como también perderá el comercio cuando sólo le ofrezcan estos pocos días de fogonazos artificiales, y un resto del año sin clientes y sometidos a lo que quieran pagarles. De seguir así, vamos a un estado de agradecido sometimiento. Esta huelga se anunció hace dos meses. En ese tiempo nadie, ni la empresa ni la alcaldesa, se han dignado ni a escuchar lo que se pedía. Sólo ahora, cuando los montones de basura les estropean la foto, les echan encima a comerciantes y ciudadanía. Porque, y es lo triste, a este desmantelamiento de derechos se ha sumado también parte de la población, más preocupada por lo que se huele que por lo que se pudre.

Manuel J. Ruiz Torres

domingo, 22 de julio de 2012

DIVIDIR LA RESPUESTA TRABAJADORA


Una estrategia elemental ante cualquier conflicto es dividir al enemigo. El reciente Decreto-Ley de expolio de derechos, cínicamente titulado como de “medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria y de fomento de la competitividad”, saquea, en apartados específicamente distintos a quienes trabajan en empleos públicos y a quienes no tienen trabajo. A la totalidad le aplica un aumento generalizado de impuestos directos al consumo, pagando lo mismo quien mucho tiene que quien tiene poco, siendo este gravamen la única política igualitaria que se permiten. Los hachazos son tan grandes y afectan tanto a la vida privada de cada cual que han conseguido, en muchos casos, lo que perseguían: que la respuesta fuera dividida y sectorial. Echo de menos en muchas de las justificadísimas protestas de quienes trabajan en el sector público un recuerdo solidario al robo económico que también sufren paradas y parados en el mismo Decreto-Ley, un diez por ciento menos a partir del séptimo mes de prestación que, según cálculos del diario económico Cinco Días, suponen una pérdida media anual de 1800 euros frente a los también brutales 1500 euros anuales que pierden quienes trabajan en lo público. Como echo en falta esa misma empatía de quienes trabajan en empresas privadas con funcionarios y funcionarias que, desde 1992, han perdido un 34.42 % de poder adquisitivo. Un tercio de sus sueldos. O también que alguien se acuerde del pequeño comercio, condenado a muerte lenta con la liberalización de festivos -que les deja sin descanso- y de rebajas, ahora a la entera voluntad de asfixia económica de las grandes cadenas, que tendrán la insensible complicidad de muchos compradores, trabajadores y trabajadoras, a su vez, en lo público y en lo privado. Pero esa insolidaridad es lo que busca algunas medidas de ese ómnibus legislativo, enfrentar entre sí a quienes viven, o quisieran vivir, de su trabajo, exhibiendo supuestos agravios comparativos. Sin escatimar tampoco expresiones hirientes, como decir que ese hurto permite “impulsar la activación de los desempleados incentivando el pronto retorno a la ocupación”. Con lo que muestran a quienes están en paro como, poco menos, que parásitos de quienes trabajan, viviendo del subsidio. Ya lo ha dicho el presidente de la Diputación de Cádiz, el popular Loaiza: los parados no empiezan a buscar trabajo hasta que se les acaba la prestación. En el otro lado de la norma, presentan a quienes trabajan en el sector público como privilegiados que tienen un trabajo vitalicio frente a la inestabilidad del sector privado.

La reducción de días de asuntos propios y de los logrados -muy importante, en negociación colectiva- por antigüedad, no suponen el más mínimo ahorro, a pesar de que así se justifica la medida. Quitarlos no ahorra nada, simplemente porque nunca se contrata a nadie para que los sustituya en esos días, asumiendo ese trabajo el resto del personal que ya esté trabajando. Días que están sometidos a las necesidades del servicio, condicionado su uso a no perturbar el servicio público. Si se reducen ahora es sólo para presentar a quienes trabajan en lo público como privilegiados que disfrutan de más días de vacaciones que el resto. Se busca aumentar una antipatía de raigambre histórica. El funcionariado, al que pertenezco, aún despierta en la mayoría un extendido imaginario de pereza, indolencia, incapacidad y privilegios. Esta imagen, labrada desde ese Larra que denunciaba los frecuentes vuelva usted mañana, fue cierta cuando quienes trabajaban en lo público no accedían por méritos propios al puesto sino por afinidad política o recomendación directa. La condición de inamovibles en su empleo se impuso, desde su origen histórico, como una fórmula para evitar los funcionarios de partido, que cesaban y se nombraban según quien ganase las elecciones, sometidos siempre a las presiones e intereses de esos mismos partidos. Esa fijeza es también una garantía para el resto de la ciudadanía de que van a ser tratados en igualdad, cualquiera que sea su ideología o condición económica. Pero es verdad que sigue habiendo aún malos –muchos o pocos- funcionarios concretos, y las malas experiencias que hayamos tenido con ellos acrecientan ese sambenito. Las oposiciones cribaron generaciones nuevas de funcionarias y funcionarios que no son ni peores ni mejores personas que la sociedad de donde procedemos. Lo que de bueno o malo hay en la sociedad se mantiene en este colectivo, no muy distinto a los demás en actitudes y capacidades de trabajo. Cualquiera conoce, en su entorno, ejemplos de lo mismo que se le critica al funcionariado en su conjunto. No hay dos categorías de trabajo, según quien emplee. Como no se puede hablar de unas mismas condiciones de trabajo o sueldo, ni dentro de la función pública ni en ninguno de los sectores del empleo privado.

Pero el gobierno vende esa percepción de privilegios y de derechos distintos. Esas contrapartidas, económicas y en especie, son fruto de negociaciones colectivas. Hay que entenderlas en su conjunto. Esos días no laborables se dieron en compensación a no poder – o no querer- adecuar los salarios públicos al IPC, como en otros convenios se compensan festivos trabajados, se complementan sueldos con ayudas sociales o se cobran incentivos por beneficios. De hecho, lo que suponen estas medidas es la derogación de la negociación colectiva. Aunque sea inconstitucional: una norma con rango de ley cambiando una ley orgánica, como el Estatuto de los Trabajadores; que viola el principio de igualdad; que ha omitido la obligada participación social en cambios de legislación laboral; que es una norma fiscal disfrazada de estatutaria; que no justifica su urgencia ni el principio de “confianza legítima”, básica para la seguridad jurídica de derechos adquiridos. Aunque no parece muy sólido acogerse, a estas alturas, a la protección de una Constitución convertida en papel mojado, desde que la soberanía ya no reside en el pueblo sino en lo que ordenan desde la metrópoli alemana. Para quienes aún piensen que este es un problema exclusivo del funcionariado deberían leerse esa parte del Decreto Ley que posibilita la modificación o suspensión de todos –absolutamente todos- los convenios colectivos y acuerdos, cuando ocurra en el país “una alteración sustancial de las condiciones económicas”. Es decir, permite cambiar las condiciones pactadas de sueldo y trabajo. Y, por si hay dudas, es este mismo gobierno el que decide cuándo estará la cosa tan mal que habrá que suprimir todos los derechos de quienes aún trabajen. Clarito, vaya.

Manuel J. Ruiz Torres


jueves, 19 de julio de 2012

LO QUE OCURRE: POLÍTICOS Y POLÍTICA



No sé en qué momento de la extinguida democracia española, quienes debían representar al pueblo confundieron esa delegación de servicios con un reconocimiento de vasallaje. No tenían que ser lo mejor de la sociedad porque su función era, precisamente, darle voz a esa diversidad. Sin embargo, se creyeron superiores al resto y administraron como nuevos ricos, convencidos de que la riqueza que no se esperaban no se agotaría nunca. Hay quienes ya eran ricos por su cuna, quienes llegaron a serlo en este tránsito y quienes tienen una vanidad tan elemental que ya se sienten por encima de los demás porque la empresa pública les paga el teléfono o porque el cuartel les suministra el detergente del lavavajillas. Un estudio de Presidencia calcula en más de cuatrocientas cuarenta mil las personas que cobran de la política. Incluyo asesores y cargos de gestión nombrados por afinidad ideológica y personal. Naturalmente, este proceso de endiosamiento de quienes debían representarnos se ha consolidado porque han tenido buen cuidado de no mejorar la cultura política del país, ya suficientemente arrasada por la dictadura, que ya adulaba ese culto al famosillo, aunque sea ese personaje que sale en la prensa dando instrucciones al personal de Vías y Obras. No hubo tampoco ruptura ahí. Y la ostentación, que era una demostración natural de autoridad y preeminencia en el franquismo, pasó a serlo también de quienes se dedicaron luego a la política. De otra manera no se entiende que quienes deberían servir a los demás no se conformen con vivir con una elemental dignidad sino que viajen, coman o duerman instalados en el lujo. La abundancia como signo de merecido estatus personal. No sólo no se plantean que esa malversación sea un delito sino que, ni siquiera, les parece moralmente reprobable. Desde quien carga a lo público una cena privada con la pareja a quien cuelga en su casa el cuadro que el artista agradecido cedió a la institución que preside. Con el tiempo, y la adulación de quienes para medrar dependen de quien está más arriba en esta pirámide alimenticia, llegan a creerse realmente superiores. Lo creen de verdad. Pero la soberbia no es una enfermedad sino otro nombre del desprecio. Y ahí, instalados en un autismo de casta, pueden descargar su despotismo iluminado sobre quienes gobiernan. Es un proceso que ha ido creciendo, autoalimentándose por la endogamia de quienes, en cada partido, defienden su coto de privilegios, ya convertida la política en una clase aparte. Y desde esa atalaya de engreimiento, no sólo se rechaza debatir alternativas, sino que se niega la posibilidad de que existan. Fuera de mí, el país (o el municipio) se va a pique.


Lo que ahora ocurre es que esa autoinvestida autoridad se ha llevado al límite de prescindir de las formas. El Partido Popular ganó las elecciones sin decir con claridad qué haría, pero sí se comprometió expresamente con lo que no haría. Se le votó por eso. Si el sistema es de democracia representativa, el pueblo delega en un partido para que gobierne según lo que ha elegido. Si se hace lo contrario a lo comprometido, ya ese partido no representa a sus votantes. Y si destruye, con los hechos, el sistema que lo ha llevado al poder, se convierte en los verdaderos antisistema. En sólo ocho meses, el Partido Popular ha traicionado su legitimidad y ha vaciado este débil sistema de democracia por delegación que, se supone, defiende. Es normal que la gente se sienta muy estafada. Quienes les votaron, porque no les hacen caso, y quienes no, porque ganaron con trampas. Pero hay algo que les une aún más. En su elección para actuar contra la crisis, la que llaman solución única, descargan todos los sacrificios en quienes viven, y consumen, de su salario. Dejando indemnes a quienes provocaron esta ruina, especulando con la vivienda o la ingeniería financiera, ahora más ricos aún para el pillaje de lo que queda; amnistiando a quien le robó a los impuestos de la totalidad su parte correspondiente; perdonando de ese esfuerzo a la Iglesia o a quienes aún viven muy bien de la política.


Pero este descrédito generalizado de quienes se han dedicado a la política en beneficio propio, incluso con ribetes sicóticos, no debería extenderse a la política como formación y confrontación ideológica. Incluyendo la lucha sindical. Los abusos personales –sean muchos o pocos- de cargos liberados no pueden ser pretexto para desmantelar las únicas organizaciones capaces de hacerle frente a quienes están implantando una dictadura económica. No caer en esa trampa. Los abusos hay que penarlos, uno a uno. Hay quienes juegan con ventaja a este descrédito: se aprovechan de la política para su medro personal con una ideología de la verdad única, sin alternativas, sabiendo que el desprestigio de todos facilita la instalación de ese pensamiento prefascista de que las ideologías ya no son necesarias. Que hay que superar esa separación de derechas e izquierdas. Porque son, incluso, un estorbo para la obtención de resultados. Y, como tal inconveniente, hay que eliminarlo. Ya en el principio de la transición, uno de los fundadores de la primitiva Alianza Popular, luego refundada como Partido Popular, vaticinaba el fin de las ideologías. También el socialismo desideologizado del felipismo alabó esa eficacia, rendido a la fábula china del gato que cazaba ratones sin importar cómo. Ahora vuelve esa retahíla. No sólo desde sus sucesores naturales sino también desde viscosos aglomerados como UPD o algunas voces del 15M, “ni derecha ni izquierda”, tan escrupulosas de no mezclarse con los sindicatos. Naturalmente, en esa vía “práctica” sólo existen soluciones conservadoras. De una manera u otra nos llevan a la solución única. No deja de ser significativo que el partido que ganó las elecciones con la prioridad de afrontar la economía, por encima de ideologías, recupere el viejo arsenal ideológico del franquismo: la vigilancia preventiva de quienes ya hayan cumplido su condena, como una resurrección de la ley de vagos y maleantes; ensalzar la maternidad como la principal libertad de las mujeres, condenando de paso su entrada en el mercado laboral como causa del aumento del paro; o desmantelando todo el sistema educativo igualitario, con segregaciones muy tempranas hacia la formación para el trabajo, o la recuperación del obstáculo de las reválidas para encarecer el acceso a un título. Asistimos a un completo cambio de régimen, donde ya no habrá seguridad jurídica de que lo que hoy es un derecho –político, social o económico- seguirá en vigor próximamente.


El que la gente esté muy harta no es el principal problema. Aunque algunos ahora señalan el peligro de un estallido social que cebe su violencia en quienes ejercen la política. Esa violencia existe ya. Se hace habitual que cualquier protesta acabe con gente sangrando con la cabeza abierta o con moratones en su cuerpo. Las fuerzas antidisturbios parecen disponer de esa impunidad que amedrente a quienes se atrevan a la protesta. El poder necesita de esta violencia para convertir en resignación o miedo las movilizaciones de muchos y muchas recién llegadas a esta expresión de enorme cabreo. Ahora también recién convertido en delito. Como necesita el descrédito de la política para que sólo ellos vuelvan al ordeno y mando único.

Manuel J. Ruiz Torres