jueves, 25 de abril de 2013

Presentación de “CAMPO DE FUERZA”, poemas de Carmen Camacho




Sólo daré dos apuntes biográficos de Carmen Camacho porque los considero relevantes: nació en la tierra más adentro de Andalucía, un pueblo de Jaén, y lo hizo el año en que este país perdió su oportunidad de romper consigo mismo porque le impusieron reformarse sin propósito de enmienda. De su lugar de origen, ha traído hasta aquí sus pies en la tierra, el no permitirse más expectativas que las que la realidad se gane; de su tiempo, ha traído hasta aquí un calado disgusto por lo que de ajeno a nosotros tiene esta misma realidad. De ambos, espacio y tiempo, una hermosa dureza que sirve lo mismo para ajustar cuentas que para perderlas, o siendo más exactos perderse rotundamente, desorientarse en la nada. De cómo se puede forjar un anillo, es decir un icono popular del compromiso y de lo mágico, no desde su consistencia compacta sino desde su centro vacío, desde su nada, trata este Campo de fuerza. Porque lo mágico, como fuera de lo ordinario, es lo que, al cabo, nos explica la realidad en sus limitaciones. No sé cuántas veces se habrá perdido Carmen en lo que le atraía de lo inexplicable, de lo sibilino, de lo incoherente, incluso de lo injusto, pero sospecho que, llegados al momento de escribir y sobre todo de ordenar estos poemas, debió pensar que tanto alejamiento y tanta atracción al mismo tiempo no podían ser casualidad, que debían seguir alguna ley que, en lo razonable, los explicara.

Cuando se habla de ley lo primero que se nos ocurre es todo ese cuerpo de normas que rigen el Derecho, pero Carmen es tan emocional que en seguida habría descartado una organización de sentimientos basada en prohibiciones y castigos. Tampoco le servía la hermenéutica por poco aireada, por lo que tiene de filosofía de casa cerrada que huele a humedad, ella que defiende aquí esa otra Casa que, al tocar la pared en el juego infantil, se convertía en el refugio donde quedabas a salvo. Algunos preceptos religiosos, la ley de los dioses, sí que los ha tomado para este poemario, siquiera para defender su desobediencia. Y así debió llegar a las leyes de las Ciencias, que tan exactas se quieren presentar para sosiego nuestro.

Sea por el poco espacio que ocupan los objetos y los cuerpos, la Física se encarga de explicarnos el vacío, lo verdaderamente inmenso. Estamos huecos por dentro y nada hay entre nosotros y quienes ocupan un momento nuestra cercanía. Y, sin embargo, no flotamos, ni nos deshacemos en átomos, ni dejamos nunca de querer abrazarnos con alguien. Hay fuerzas que unen todos los pedazos de ese agujero enorme que somos para que no nos rompa la soledad, el hastío, el pavor al amo, la falta de compasión con nosotros mismos. Existe la gravedad que nos fija a la tierra, el peso de los objetos que sobreviven a las mudanzas. Ocurre el magnetismo que une o repele a quienes no se tocan. Y el espacio donde actúan todas esas fuerzas son campos, capaces también de regarse y de crecer, o de ajarse si el tiempo de secano se prolonga.

Campo de fuerzas comienza mostrando el terreno donde esas corrientes actúan. En portada, el cuerpo de ese anillo que vamos a concebir desde dentro, expuesto en su porosidad, embellecida la mano que serviría para acercarlo a los demás con la henna de un tatuaje de flores, que se quiere temporal, fugaz, en permanente reconstrucción, porque lo contrario es el plástico en los jarrones. Ese cuerpo se ilustra, en una broma que es también simbólica, con un electrocardiograma que es el logro más cercano a una imagen de las emociones. Ya se anuncian ahí las intenciones del libro y también la ironía de que no deberíamos creernos todo lo que veamos, en una idea de esas ilusiones ópticas que juegan con nosotros, que repetirá de forma expresa en La Copa de Rubín y, de manera más subterránea en muchos otros. Cuando te haces un electro el mismo nerviosismo de la prueba lo enmascara. Es ese principio físico de la incertidumbre, tan poético, de que cualquier observador externo, cualquier método de medida acaba siempre perturbando lo que estamos midiendo. De modo que de los tres desnudos con los que empieza este Campo de fuerzas el más revelador es el último, cuando se muestra rugosa, porosa, quebradiza. Todo lo que sigue son las cuatro partes de ese ya citado trabajo de alquimista que busca el anillo capaz de contener esa energía que compacta y que, a la vez, nos abre a los demás. Por ese anillo, en distintos momentos del libro, se cuela un mirlo. En una entrevista, Carmen dijo que este libro es una implosión, la onda expansiva se mueve hacia dentro, comprime, acerca los átomos, nos junta.

Por partes, en Toma de Tierra nos ponemos en situación pero también nos protegemos de las descargas. Si en anteriores libros, el decorado externo donde ocurren las cosas y el escenario íntimo donde se padecen podía llegar a confundirse, aquí Carmen va un paso más allá y muestra cómo, a veces, ambos llegan a estropearse el momento. O, como en esas sentencias populares que tanto le gustan, desentonan tanto que hacen que la procesión vaya por dentro. Como dice su cita del Segundo Principio de la Termodinámica, en un proceso cíclico nada vuelve a ser lo que era antes. La toma de tierra, que en las instalaciones eléctricas evita el paso de la corriente al usuario por un fallo del aislamiento, es la ironía con la que presenta la excesiva entereza que se exige a sí misma, las pesadas armaduras, la exigencia de seguir siempre de pie aunque todos nos merezcamos un poco de flaqueza. Cuando uno se ríe de uno mismo lo hace de lo que no le gusta pero sabe que le costaría cambiarlo. Esa parte termina con un pájaro que anuncia un presagio.

El Polo opuesto describe formas de depredación mutua, como se atraen las partes con cargas distintas de un imán. Esa atracción o ese rechazo dependen, otra vez, de la disposición de los átomos, de la colocación de esa parte ínfima de nosotros que no es el vacío. Son poemas ásperos, agrestes, desatentos, tan de verdad que se atragantan. Se puede devorar a un amante o a un enemigo con la misma inclemencia. Se le puede torturar con la más sedosa brutalidad. Sólo vista la escena desde muy cerca adquiere un sentido la dirección de esas fuerzas. No siempre la fecha dentro del anillo significa felicidad.

Zona de sombra es, en óptica, la región de oscuridad donde la luz es obstaculizada. Una sombra ocupa todo el espacio de detrás de un objeto opaco. Puedes esconderte de la luz detrás de ese objeto que, en este Campo de fuerza tiene la forma de la casa, a la que también llama jaula pero no hogar, a la que llama espejo. Como quedarse, a ratos o por tiempos más largos, más necesitados, dentro de una jaula de Faraday por la que resbalan los rayos sin herir a quien allí se cobija. Y de vez en cuando salir, succionar el veneno y regresar al manzano. Hacer limpieza, desechar momentos. Cuanto mayor sea el ángulo entre la luz y el objeto más corta será su sombra, menor el amparo que produce.

Y, finalmente, esa Armónica entropía que plantea el desorden como un arranque, como un estreno. Dirá: “Que no tenga que ver con el pasado mi regreso”. En su sentido más elemental la entropía anuncia que el caos siempre aumenta. Pero ese desorden rompe los equilibrios, hace que las reacciones se produzcan en una dirección y salgan al fin de sus atascos. La entropía ya era el nombre griego de la transformación. Pero en física tiene un significado aún más hermoso: es la energía que no puede utilizarse para producir trabajo alguno. Es la que empleamos para evolucionar. Quizás sea esa la fuerza que más nos une.

Manuel J. Ruiz Torres

lunes, 22 de abril de 2013

EFECTOS RETARDADOS DE LA HIPNÓSIS



Para reinterpretar en concierto Hipnosis, su primer disco como Lagartija Nick, rescatado el pasado año, el grupo granadino estuvo en la Universidad de Cádiz el pasado jueves, 18 de abril. Un día antes, para explicar –en lo posible- ese viaje retrospectivo, dos de sus más destacados componentes mantuvieron un encuentro, tan relajado como estimulante, con quienes se habían inscrito en esta segunda sesión del nuevo ciclo, Tutores del Rock. Ambos, Antonio Arias y Eric Jiménez formaban parte de la banda original que se estrenó, en 1991, con este disco que, según algunos críticos, bebía de las fuentes del rock sucio, directo y enérgico de los ochenta que, en la siguiente década, daría vida a toda esa amalgama de opciones del rock alternativo, ya fuera de los gustos prefabricados de lo comercial y declarados herederos del amplio espíritu ideológico del punk. Lo que entonces supuso la novedosa irrupción de las discográficas independientes como opción distinta a la de las grandes compañías terminaría, con el éxito, formando parte de un mismo engranaje. Cierta decepción por esta nueva homogeinización del actual panorama musical apareció en distintos momentos del encuentro. “Cuando las compañías indies se quieren convertir en multinacionales, poca novedad aportan”. O el más rotundo: “Las indies graban mucha mierda”, ejemplificado en algún caso en la gran pantalla de la sala que, a modo de ilustración, acompañó algunas de estas rotundas afirmaciones con la proyección de videos musicales.


Que ahora, veintidós años más tarde, retomen Hipnósis quizás se deba a querer darse esa necesaria distancia de intenciones con lo que ahora se cuece, aún estando ambos inmersos en grupos importantes de esta actualidad; quizás por lo que de cierto tiene la ingeniosa ocurrencia lanzada por Eric de que preparaba canciones para ser oídas treinta años más tarde. Con esa cadencia, dijo, el reconocimiento de las de ahora le llegará en el geriátrico. Es lo que llamó efectos retardados de su música. Cuando ahora Omega es un disco de culto, tan despreciado en su momento, parece motivada esta revisión de ese primer disco, ignorado también en su aparición. Entonces, Eric dejó la batería de KGB y Antonio el bajo de su enorme grupo maldito de los ochenta, 091, para hacer algo más duro. Lo contaba en Ruta 66, el mismo año de lanzamiento de Hipnósis: “Era una estupidez que Lagartija Nick sonara más blando y decidimos endurecerlo no por una postura de pose, sino porque era lo que más nos estimulaba”. El disco, en vinilo, mal producido, sonaba muy potente. En sus letras hay más cabreo que escepticismo, más confrontación que evasión y escape. La música no es menos dura que sus letras de masas hipnotizadas por la televisión, por los incipientes paraísos artificiales de los videojuegos, por la resignación. Como diría también Eric, que en diversos momentos del encuentro mostró su contrariedad por toda la corrección política que está desactivando el rock actual: “El rock es violencia”. No es una nana para dormir a nadie.

Eric Jiménez

Antonio Arias quiso empezar por situar su disco en el contexto de lo que entonces se editaba. Lo ilustró en pantalla con el “Efervescente”, canción de 1992 de Los Bichos, el mítico grupo navarro de Josetxo Ezponda, fallecido sólo un día antes. En otro momento, rescató otra canción “Voces en la jungla”, de 1983, del grupo Los Monaguillosh, un pop oscuro con toques sicodélicos, como los que también aparecen en el propio Hipnósis: “voces en la jungla, con ecos que no acaban / voces sin garganta, siniestramente aisladas”.

Cuando tocó hablar de “Omega”, el impresionante trabajo de Enrique Morente y los Lagartija, se describió lo que aquella experiencia –y luego el disco, y todo lo que aún sigue produciendo-, supuso de choque entre dos mundos que se desconocían mutuamente: el flamenco puro de Morente y el rock que entonces hacían. Nunca fue un proyecto de fusión sino de infusión, utilizando una inteligente metáfora. Música de fusión del flamenco con el rock ya la hacían estupendamente, dirían ambos, grupos como Ketama o Pata Negra. Se trataba de pararse a escuchar lo que el otro hacía, poner una cosa al lado de la otra. Como las infusiones, ese contacto necesitó tiempo para ir convirtiéndose en algo tan relevante. Antonio contó que existe mucho material aún inédito de ese “Omega”, que saldrá, o no saldrá, cuando lo decida la familia. Y contó su propia sensación: “cuando murió Morente estalló un planeta. Era el final de un sueño”.

Antonio Arias

Lo importante, diría Antonio Arias en otro momento, es la trascendencia. Lo que permanece en el pasado, el presente y el futuro. Y citó la importante presencia en Granada, en los ochenta, de Joe Strummers, líder de los mismísimos The Clash, o los antecedentes de grandes músicos de la ciudad, como Los Ángeles, ese cuarteto guitarrero polivalente que arrasó en los sesenta y primera mitad de los setenta, o el del propio Miguel Ríos. No se mostró tan conciliador Eric en estos reconocimientos. Ahora el panorama de la música granadina es muy brillante. Con mucha militancia compartida en distintos grupos que funcionan como promiscuos vasos comunicantes: Los Planetas, Evangelistas,  Eskorzo, Niños Mutantes, Grupo de Expertos Solynieve, o los más jóvenes Lory Meyers o Napoleón Solo. Sobre esta intercomunicación ambos músicos presentaron dos posturas encontradas. Mientras Antonio defendió ese espacio común basado en un mismo compromiso por la música, Eric se quejó de la hipocresía de “buen rollito” entre bandas, defendiendo la competitividad, la pelea dura por espacios propios.

Han cambiado mucho las cosas desde aquellos primeros noventa. Ahora los grupos, diría Antonio, vienen mejor preparados pero, como está ocurriendo en toda la sociedad, está desapareciendo la clase media. Hay una enorme diferencia de medios entre unos grupos y otros: los hay muy grandes, que se llevan con muchísima promoción, mientras todos los demás se mueven en la pura autogestión. Las compañías no arriesgan en nuevos temas de grupos históricos, prefieren las reediciones, tirar del fondo de catálogo. También Internet ha atomizado los públicos, al acotar y personalizar tanto las preferencias. Las enormes posibilidades de difusión han acortado la vida de las canciones. “Ahora se queman en tres meses, cuando antes podían durar dos años”, contó Antonio.  Quizás por esa misma voluntad de trascendencia temporal ahora los efectos de su Hipnósis llegan a su mejor momento.

Manuel J. Ruiz Torres