De todo este escandalito de los
tuits de Guillermo Zapata, lo que más me molesta es que las diversas izquierdas
sigan tan faltas de una moral propia que, a la primera, sigan comprando la
moral hipócrita y mojigata que la derecha impone siempre como verdad única. En
vez de tantas disculpas, he echado en falta más gente que defendiera el derecho
libre a pensar, según sea cada cual y según se sienta en ese momento, sea
limpio o sucio, mayoritario o bizarro; y a poder decir libremente lo que se
piensa, sin más condicionante que un cierto sentido de la oportunidad. Es
decir, temporal en todo caso. Una libertad de expresión de la que se rinda
cuentas, a posteriori, con severidad, en casos de injurias o calumnias
personales. Una libertad que no se mida sólo porque moleste a toda esa gente
que se enoja con cualquier idea que no coincida con las suyas.
En este
escenario mediático desigual, sólo he visto actitudes defensivas, poniendo
ejemplos de la impunidad con la que, esos mismos que se escandalizan, bromean y
nos hieren continuamente, mientras se mofan de las víctimas que no consideran
suyas. Entiendo que, como primer paso, hace falta esa denuncia. Que no es, como
en seguida han señalado los de la moral única, el “y tú más”, sino un “tú eres
un hipócrita”. Cuando lo que se denuncia es la hipocresía, por fuerza hay que
poner ejemplos de gente que defiende una cosa y hace lo contrario. Pero ha
faltado entrar en el asunto. El humor siempre –siempre- se burla de alguien. De
gente cruel, bondadosa, incapaz, corriente, distinta, hombre, mujer. Las situaciones
reales, cotidianas o no, llevadas a la exageración suelen hacernos reír,
precisamente por su ridiculez. Casi siempre el chiste se queda ahí, en una
descarga liberadora, en la sola risa. Pocas veces llevan a la reflexión sobre
por qué nos llegan a parecer ridículos comportamientos que vemos tan a menudo. Pocas
veces nos detenemos en ver la corriente vitalmente conservadora –es decir,
pesimista, desconfiada- sobre la que se sostienen muchos chistes y refranes. Algunos
nos parecen graciosos, otros aburridos. Desafortunados por fallidos, no porque
nos escandalicen. Porque el humor, como cualquier otra opinión, es subjetivo.
Te gusta o no te gusta. Y, naturalmente, empieza por uno mismo.
El humor, en
tanto que exageración elaborada, es creación. No es la realidad sino una fábula
de la realidad. Y ya cansa empezar con esa obviedad. No es lo mismo contar
chistes antisemitas que homenajear a quienes combatieron con los nazis contra
los judíos. No es lo mismo entender la sicología de un asesino para escribir
una novela que ser un asesino. No es lo mismo gustarte los documentales de
guerra que querer participar en una. Si se me permite descender al nivel
escolar, con estos ejemplos, para señalar a los que encienden esta hoguera. Siempre
ha habido inquisidores, dueños de la supremacía moral, sus únicos intérpretes.
Quienes deciden qué es lo intolerable. La moral imperante nos establece los
límites de lo que es admisible. Un chiste de judíos, no lo es; pero hay manga
ancha para ridiculizar a los catalanes. Un chiste de musulmanes es libertad de
expresión; uno de torturas puede acabar en delito de injurias. Góngora escribió
pornografía, Quevedo tiene poemas machistas y antisemitas, Cervantes le escribió
al hampa sevillana de valentones y rameras, Moratín se rindió en odas a las
putas, Lorca llamó jorobados a los guardias civiles en un poema, Rafael Azcona
se burló del sacrosanto oficio de verdugo en España. Ninguno de ellos, tan
incorrectos, les serviría para concejal de Cultura.
Manuel J. Ruiz Torres