No hay nada más necio que discutir sobre algo que nadie ha dicho. No lo voy a hacer yo tampoco porque, a estas alturas, quien haya querido enterarse de la ganadería que defiende el ministro Garzón, ya lo sabe. Lo más llamativo de todo este asunto es que muchos de quienes le critican defienden lo mismo que él, empezando por las asociaciones de pequeños ganaderos. Lo que lleva el asunto al pantanoso territorio de las antipatías, personales o políticas. Donde, como muy bien saben quiénes abonan a diario esas tirrias, los argumentos se hunden por su propio peso. Si hay algo provechoso de este bulo es que ha vuelto a traer, a nuestro hipnotizado y olvidadizo mundo de consumidores, las imágenes (para quien quiera verlas, claro) del sufrimiento animal y de la mierda (literal) con la que las macrogranjas ensucian los campos y lo que comemos.
Conozco un caso particular, por amigos de la comarca de Tierra de Campos: se ha aprobado una macrogranja en Meneses de Campos (Palencia), de más de 3000 cerdos, que producirá más de 17000 m3 de residuos purines al año, en una finca a poco más de un kilómetro del Canal de Castilla, Bien de Interés Cultural y principal fuente de regadío y consumo de agua de la zona, y a menos de seis kilómetros de la Laguna de Boada, un observatorio de aves muy frecuentado, declarado Zona Protegida por la Unión Europea. No hace falta ser muy perspicaz para entender que nadie va a hacer turismo –ni ninguna otra actividad económica- en un lugar apestoso e insano. De modo que el balance de “los puestos de trabajo” a crear, ese último as que siempre sacan de la manga, no es tampoco rentable. Esta macrogranja de Meneses dicen que creará 15 empleos, aunque en otras de tamaño similar, completamente automatizadas, sólo trabaja una persona a tiempo parcial. En las más grandes, una persona por cada 5000 cerdos. Como referencia: una de las varias plataformas turísticas oferta, sólo en Tierra de Campos, 181 casas rurales. Este problema de contaminación del paisaje y de desvalorización del territorio también empezamos a padecerlo en la provincia de Cádiz, con la proyectada instalación de aerogeneradores en pagos históricos del Marco de Jerez, que claramente perjudicarían el enoturismo.
Se conoce, con datos, cómo agrava la despoblación estos complejos industriales de seres vivos: en Balsa de Ves (Albacete) se ha pasado de 222 habitantes, antes de abrir la macrogranja, a 131 (41 % menos); en Garaballa (Cuenca), de 150 a 72 (el 52 %); de Castilléjar (Granada), donde el Grupo Fuertes, matriz de El Pozo, mantiene una macrogranja tristemente célebre por sus denunciadas condiciones de higiene y maltrato animal, y donde se producen 651000 lechones al año (la cifra no es un error), se ha ido uno de cada cinco habitantes; en Cancarix (Albacete), uno de cada cuatro.
No caeré en la denuncia fácil de señalar los vínculos familiares de políticos de Meneses de Campos con un dirigente nacional que apoya estas explotaciones, porque me parece mucho más importante apuntar lo que éstas destruyen de salud humana y bienestar animal y medioambiental, siguiendo un patrón más o menos repetido en otras macrogranjas. Este proyecto ha tenido tanta contestación en el pueblo y en la comarca, que el Ayuntamiento que lo impulsó ya ha dejado de apoyarlo, aunque va a construirse igualmente. Y aquí es donde se desnudan los dobles discursos, que no contradicciones. Porque lo que se busca, intencionadamente, es quedar bien siempre, diciendo en cada momento lo que quiere oír quien te escucha.
El Partido Popular defiende este modelo de ganadería y, a la vez, pasa a rechazarlo cuando se reúne con pequeños ganaderos o si surge un movimiento local de protesta (por ejemplo en Alpera, Pozuelo y Albacete) cuando el mal olor hace insoportable vivir en un pueblo cerca de estas instalaciones. Las Diputaciones Provinciales de Palencia (octubre 2020), Albacete (noviembre 2020) y Ciudad Real (enero 2021) aprobaron, con el voto de todos (repito, todos) los partidos que las integran, mociones contra las explotaciones de ganadería industrial no sostenible. Vox también votó, con PP y PSOE, cambiar la ordenación urbanística para limitar la capacidad de macrogranjas en Cieza (Murcia). El PSOE anunció –empiezo con dos buenos ejemplos de presidentes autonómicos muy indignados cuando alguien propone lo mismo que ellos- una moratoria para nuevas macrogranjas en Castilla La Mancha, y en Aragón ha aprobado un proyecto de ley que limita su tamaño; el ministro de Agricultura (que ahora sólo ha dicho vaguedades del tipo “es un sector potente” que él apoya) prometió el año pasado un decreto ley también para restringir el tamaño de las de vacuno y aprobó otro decreto para ordenar las granjas porcinas intensivas; el Ministerio de Transición Ecológica (ahora callado) elaboró un informe en 2019 que concluía que el 46 % de las aguas subterráneas estaban contaminadas por los fertilizantes y el estiércol de las granjas ganaderas; y ese mismo Ministerio, en otro informe de finales de 2020, admitía que casi la mitad de esos acuíferos contaminados no podrán recuperarse en 2027, plazo marcado por la Unión Europea. Finalmente, en el Plan para la Implementación de la Agenda 2030, firmado por todo el “Gobierno de España”, con prólogo entusiasta de su presidente, en el capítulo dedicado a la seguridad alimentaria y las producciones agrícola-ganaderas, se plantea que “existe todavía un reto muy importante de informar al consumidor acerca del comportamiento ambiental de aquellos sectores en los que los productos tienen un carácter más industrial” (pág. 22). Sorprende que, desde ese mismo gobierno, se denuncie que ese “reto” de informar al consumidor no le corresponde al ministro de Consumo. Algo que también les he leído a algunos periodistas que reparten credenciales de quién puede expresarse y quién no. Cierto que el plazo se fija para 2030, como el de “reducir la ingesta de alimentos de origen animal”, una recomendación que sólo le consentimos a nuestro médico, se señala para una parece que lejana “España 2050”.
Nadie, por supuesto, va a plantearnos el verdadero problema: quién va a pagar esta larguísima transición de hábitos de consumo, que acercando el precio al valor de producirlos - es decir, de manera sostenible, con bienestar animal y con la dignidad que se merece quien trabaja en el medio rural- va sin duda a encarecerlos. Como siempre, entre las posibles opciones, habrá quien aplace las decisiones promoviendo un hermoso documento tipo “España 2200”; quien proponga la liberal solución de que cada cual coma lo que pueda pagarse (antes se decía “según su clase”, pero ahora preferimos los eufemismos que suavizan las desigualdades); y habrá quien plantee repartir ese subida de precios entre la sociedad entera. Pero no se alteren los antimpuestos, porque ese fondo público ya existe, y ya lo pagamos todos en la Unión Europea, supuestamente para mantener el territorio donde la agricultura y la ganadería se mantiene a precios por debajo de su coste: se llama Política Agraria Común. Sólo que, en su reparto, el 20 % de los beneficiarios se lleva el 80 % de los fondos, porque las ayudas directas priman la cantidad antes que la calidad, favoreciendo a los propietarios de grandes superficies de terreno (aunque no cultiven nada) o a los de voluminosas cabañas ganaderas. Y así encontramos que, mientras gigantes agroalimentarios (Campofrío, Mercadona, Azucarera, Florette), grandes corporaciones (Telefónica, y hasta hace poco, Renfe y Aeropuertos), o incluso Comunidades Autónomas (Castilla-León, Madrid, Castilla-La Mancha) reciben entre dos y ocho millones de euros, la mayoría de agricultores y ganaderos reciben unos 4000 euros al año, de media. Eso supone reforzar económicamente a quienes ya son muy poderosos, para que fijen unos precios y condiciones de trabajo que ahogan a los pequeños productores, como éstos mismos protestan, convertidos en muchos casos en subcontratados de aquellos. Cambiar ese reparto es muchísimo más difícil, (ya veremos si imposible), menos lucrativo, decididamente más antipático que señalar al diablo malo. Te quieren robar las ovejas, les dijo el lobo.
Manuel J. Ruiz Torres