martes, 25 de junio de 2013

De amicitia

Yo mismo cursé las necrológicas anunciando mi muerte. Yo elegí desconocidos cocineros en el mercado y les di instrucciones para la cena. Después desaparecí. Sólo mi fiel Cayo Canio supo de la farsa. El fue mis manos y mis ojos en la decoración de la casa; él tranquilizó la herencia a mis familiares, la estabilidad a mis esclavos. Permanecí escondido en las afueras. Una hacienda grande, desolada, convertida por Canio, mi socio, en  próspera funeraria de la provincia. La superstición la aleja de las rutas comerciales, de la curiosidad de los campesinos. Allí  se almacenan cargamentos de especias, telas, objetos valiosos  entrados por mar, burlando la vigilancia de los recaudadores.  Allí, alguna  vez compartimos el baño con actrices,  nadando en  la piscina donde se lavan los cadáveres. Allí planeé esta burla  para escarnio de Plauto, mi enemigo.                  


Porque era mi voluntad escrita, Canio ha recibido a  los invitados. Había mandado pintar de negro los suelos de la  casa, tapar las paredes con cortinas rasas ceñidas, tintadas de  betún para impedir que la luz los distraiga del luto. Los recién  llegados son abandonados en la oscuridad, una vez retiradas sus tarjetas. Como nadie se atreve a avanzar, cada vez hay más en la sala, tropezando y golpeándose con los muebles. Crecen también  las disputas. Desde otra sala se filtran letanías y sollozos.  Sólo cuando llegó el último de los rezagados, entraron dos escla­vos con candelabros. Todos les siguieron. Todavía la impaciencia se mezclaba con el compromiso o el afecto. En la otra estancia, iluminada con lámparas de aceite, reposa mi ataúd cerrado, el  mejor modelo disponible en el negocio. Alrededor, la familia y  los íntimos, ya con la desesperación vencida, más cansados que  tristes, más confusos que solos. Yo los observo con desprecio detrás de los cortinajes. Canio ha ordenado entrar a los muchachos, encender más cirios. Cada uno porta una bandeja y dice, en  voz alta, el nombre de uno de los invitados, depositando  en el  suelo lo que trae. Aquellos reconocen con emoción el regalo que  alguna vez me hicieron: una sortija, una túnica, una piedra común  cuyo significado nadie interroga. En la bandeja de Plauto, la última, han colocado laurel. Lo he visto desolarse.

El ruido de platos, en el primer piso, devolvió parte de realidad a la casa. No se abrieron las cortinas. A quien quiso se le cambió la toga por ropa más ligera. Se subió al cenaculum. Esclavos rapados presentaban jofainas y jarros para la limpieza de brazos y manos. En cada ángulo había un niño moviendo un  incensario. El ambiente tenía un olor extraño a ramas de cipreses. Un individuo pálido, cubierto con un simple sudario, se sentaba junto a una mesa repleta de velas. No contestó a quienes  se le acercaron y dudaría si acaso los vio o le importaba en algo que estuvieran vivos. Alguno declinó coronarse con crisantemos, criticó el humor de Canio por usar de felpa la cinta recordatoria de la familia. También hubo sorpresa al ver el triclinium cu­bierto de sedas negras, la formidable mesa de ébano y, delante de  cada asiento, el propio nombre tallado en pequeñas lápidas de  mármol de Almería. Distribuidos los puestos en función del rango de los invitados. Plauto, como primer comerciante, imus in medio, donde el mayor honor. Canio, como anfitrión testado, imus in imo, desde donde podía dar órdenes a los sirvientes y no descuidar la  conversación con los principales. Él les calmó la inquietud apelando a mi extravagancia; él salvó la fiesta apaciguando la  tentativa general de abandonar mi casa, cuando los nobles se vieron junto a algunos conocidos parásitos de la provincia,  tratados de igual en la asignación de asientos. Canio les recordó el mal augurio de disgustar a un difunto. Fuera por temor o acaso por el repentino aprecio que disfrutamos los muertos, todos se  dejaron descalzar las sandalias.               


Se mandó traer el vino. Los esclavos más apuestos de la casa se encargan de mezclar los brebajes, siempre con orden de trucar las proporciones y abusar de los vinos más fuertes. Van vestidos con antiguos trajes míos, de vivos colores, y llevan los cabellos largos, como yo mismo. Canio ha dado orden de traer los huevos. Revueltos de apios, bulbos y caracoles hervidos con mollejas, alas de pollo, ciruelas y salchichas de Lucania. Entra­das de albaricoques con pimienta y menta seca, rociados con garum, miel, vino y vinagre. La vajilla es de plata y las copas  de cristal de murra, que dicen hace mágica la fragancia del vino. Aunque el incienso sigue pudriendo el aire, he oído las primeras bromas sobre tan confortable sepulcro.
    

Siguió la cena durante horas. Cambiando el servicio en cada plato. Si los criados enjoyaban a Canio con zafiros, la bandeja era azul; si lo adornaban con topacios, cambiaban los manteles sucios por amarillos, y hacían igual juego de colores con los alimentos que servían, para desconcierto de los comensales. Así, entre otros guiños, se reprodujo el viaje que trajo a muchos de nosotros desde Roma a Hispania, tomando la ruta de los vinos de Fornio, Marsella, Tarragona y la Bética. Así, se presentaban humildes sopas de harina, como las que compartí con Plauto,  cuando la juventud nos urgía más que el dinero. Cada plato pare­cía tener su veneno. Cada sorbo los envejecía un poco, aproximán­dolos a mí, el difunto. Nada tan detestable como la melancolía ajena. Los parásitos buscaban con avaricia los granos de oro ocultos entre los guisantes, las piedras preciosas escondidas en  guisos de lentejas. Se comía con desconfianza, arriesgando los  dientes: el pescado brillaba como vidrio desmenuzado, esculturas  de astillas pintadas remedaban pasteles de carne. Canio hacía  alarde de recetas inéditas: tajadas de joroba de camello, sesos de avestruz, lenguas de flamenco. Algunas perdices ocultaban bajo su plumaje un murciélago que, al trincharlas, levantaba el vuelo. Quien alguna vez  compartió la corte de Domiciano  reconoció el esplendor del banquete. Eso halagó a los provincianos. Nunca como hasta hoy tan comprensivos con el emperador. Nunca tan iguales a él. Yo los observo, reconfortado, achicarse en los asientos,  reclinados entre la nausea y el prestigio.


Antes de los postres, como es costumbre antigua, se han  presentado estatuillas de los dioses lares. Canio brinda con mi nombre. Presenta como sacerdote al individuo pálido, todavía silencioso, inmóvil en su mesa toda la cena. Éste empieza a  discursar en lenguaje solemne, altisonante. Ensalza a la muerte.  Se rinde ante quienes ayudan a prodigarla: las enfermedades, los  médicos y los asesinos. Se ha quitado las manos artificiales y los invitados ven, con repugnancia, aquellos muñones parecidos a las membranas con que nadan los patos. Ha vuelto a sentarse, dejando un silencio propicio para que lo rompan los bailarines que portan los dulces. Dátiles rellenos de tuétano, panecillos africanos con la forma de monos, gelatinosos flanes. Esclavos scoparii recogen los desperdicios que los comensales arrojan al  suelo. Cuando Canio anuncia la verdadera fiesta, la comissatio,  sólo él y yo, escondido, estamos sobrios en la sala. Hay invita­dos acostados sobre la espalda y con la boca abierta. Sus siervos les introducen plumas para provocarles el vómito y aliviarles el estómago. En otro lugar, un muchacho imita al hijo de Cicerón, de  quien dicen capaz de beber de un solo trago dos congios de vino.  Un grupo elige, a los dados, un presidente de mesa que determine el ritmo de las bebidas; otro parodia a las vírgenes. Esbeltas gaditanaes escenifican eróticas canciones que mezclan con poemas  de Canio al difunto, con letrillas mías sobre las hijas y esposas de algunos presentes. En los sorteos, trucados con habilidad por mi socio, se reparten los premios: un cofre de malaquita será para el enemigo de quien tan alto pujó contra mi, en las subas­tas; la copa que Plauto siempre me envidió, donde bebíamos juntos, será caída y rota por un esclavo de manos torpes. Un  comerciante de telas ganará a mi esposa; a otro, le será devuelta la suya. Cada regalo afilado con un epigrama. Alguno protesta a gritos. Alguno arriesga su buen augurio maldiciendo a un muerto. Satisfecho bajo al primer piso. Entro en el ataúd y espero a que vengan por mí los cargadores de la funeraria. Como era conveni­do, Canio ha mandado subirme. Me han colocado en un catafalco en  el centro de la estancia. Ha expulsado a siervos y esclavos. Ha pedido acercarse a los que aún se mantienen en pie para iniciar una larga biografía laudatoria. Entonces, como era convenido, me he levantado y he gritado los nombres, uno a uno, de todos los invitados. No obtuve aullidos de terror. Nadie se lanzó escaleras  abajo. Estaban tan borrachos que no repararon en mí o me creyeron parte de la farsa. Canio les convenció que seguía igual de muer­to, que la alucinación en pie que los nombraba se esfumaría  cuando sellasen la caja. Supe que me van a enterrar. Canio me ha  mirado con los ojos de un hombre celoso.


Manuel J. Ruiz Torres

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