Yo
mismo cursé las necrológicas anunciando mi muerte. Yo elegí desconocidos
cocineros en el mercado y les di instrucciones para la cena. Después
desaparecí. Sólo mi fiel Cayo Canio supo de la farsa. El fue mis manos y mis
ojos en la decoración de la casa; él tranquilizó la herencia a mis familiares,
la estabilidad a mis esclavos. Permanecí
escondido en las afueras. Una hacienda
grande, desolada, convertida por Canio, mi socio, en próspera funeraria de la provincia. La superstición
la aleja de las rutas comerciales, de la curiosidad de los campesinos. Allí se almacenan cargamentos de especias, telas,
objetos valiosos entrados por mar,
burlando la vigilancia de los recaudadores.
Allí, alguna vez compartimos el
baño con actrices, nadando en la piscina donde se lavan los cadáveres. Allí
planeé esta burla para escarnio de
Plauto, mi enemigo.
Porque
era mi voluntad escrita, Canio ha recibido a
los invitados. Había mandado pintar de negro los suelos de la casa, tapar las paredes con cortinas rasas
ceñidas, tintadas de betún para impedir
que la luz los distraiga del luto. Los recién
llegados son abandonados en la oscuridad, una vez retiradas sus tarjetas.
Como nadie se atreve a avanzar, cada vez hay más en la sala, tropezando y
golpeándose con los muebles. Crecen también
las disputas. Desde otra sala se filtran letanías y sollozos. Sólo cuando llegó el último de los rezagados,
entraron dos esclavos con candelabros. Todos les siguieron. Todavía la
impaciencia se mezclaba con el compromiso o el afecto. En la otra estancia, iluminada
con lámparas de aceite, reposa mi ataúd cerrado, el mejor modelo disponible en el negocio. Alrededor,
la familia y los íntimos, ya con la desesperación
vencida, más cansados que tristes, más
confusos que solos. Yo los observo con desprecio detrás de los cortinajes.
Canio ha ordenado entrar a los muchachos, encender más cirios. Cada uno porta
una bandeja y dice, en voz alta, el
nombre de uno de los invitados, depositando
en el suelo lo que trae. Aquellos
reconocen con emoción el regalo que
alguna vez me hicieron: una sortija, una túnica, una piedra común cuyo significado nadie interroga. En la
bandeja de Plauto, la última, han colocado laurel. Lo he visto desolarse.
El
ruido de platos, en el primer piso, devolvió parte de realidad a la casa. No se
abrieron las cortinas. A quien quiso se le cambió la toga por ropa más ligera. Se
subió al cenaculum. Esclavos
rapados presentaban jofainas y jarros para la limpieza de brazos y manos. En
cada ángulo había un niño moviendo un
incensario. El ambiente tenía un olor extraño a ramas de cipreses. Un individuo
pálido, cubierto con un simple sudario, se sentaba junto a una mesa repleta de
velas. No contestó a quienes se le
acercaron y dudaría si acaso los vio o le importaba en algo que estuvieran
vivos. Alguno declinó coronarse con crisantemos, criticó el humor de Canio por usar
de felpa la cinta recordatoria de la familia. También hubo sorpresa al ver el triclinium
cubierto de sedas negras, la formidable mesa de ébano y, delante de cada asiento, el propio nombre tallado en
pequeñas lápidas de mármol de Almería. Distribuidos
los puestos en función del rango de los invitados. Plauto, como primer
comerciante, imus in medio, donde el mayor honor. Canio, como anfitrión
testado, imus in imo, desde donde podía dar órdenes a los sirvientes y
no descuidar la conversación con los
principales. Él les calmó la inquietud apelando a mi extravagancia; él salvó la
fiesta apaciguando la tentativa general
de abandonar mi casa, cuando los nobles se vieron junto a algunos conocidos
parásitos de la provincia, tratados de
igual en la asignación de asientos. Canio les recordó el mal augurio de
disgustar a un difunto. Fuera por temor o acaso por el repentino aprecio que
disfrutamos los muertos, todos se
dejaron descalzar las sandalias.
Se
mandó traer el vino. Los esclavos más apuestos de la casa se encargan de
mezclar los brebajes, siempre con orden de trucar las proporciones y abusar de
los vinos más fuertes. Van vestidos con antiguos trajes míos, de vivos colores,
y llevan los cabellos largos, como yo mismo. Canio ha dado orden de traer los huevos.
Revueltos de apios, bulbos y caracoles hervidos con mollejas, alas de pollo,
ciruelas y salchichas de Lucania. Entradas de albaricoques con pimienta y
menta seca, rociados con garum, miel, vino y vinagre. La
vajilla es de plata y las copas de
cristal de murra, que dicen hace mágica la fragancia del vino. Aunque el
incienso sigue pudriendo el aire, he oído las primeras bromas sobre tan
confortable sepulcro.
Siguió
la cena durante horas. Cambiando el servicio en cada plato. Si los criados
enjoyaban a Canio con zafiros, la bandeja era azul; si lo adornaban con topacios,
cambiaban los manteles sucios por amarillos, y hacían igual juego de colores
con los alimentos que servían, para desconcierto de los comensales. Así, entre
otros guiños, se reprodujo el viaje que trajo a muchos de nosotros desde Roma a
Hispania, tomando la ruta de los vinos de Fornio, Marsella, Tarragona y la
Bética. Así, se presentaban humildes sopas de harina, como las que compartí con
Plauto, cuando la juventud nos urgía más
que el dinero. Cada plato parecía tener su veneno. Cada sorbo los envejecía un
poco, aproximándolos a mí, el difunto. Nada tan detestable como la melancolía ajena.
Los parásitos buscaban con avaricia los granos de oro ocultos entre los
guisantes, las piedras preciosas escondidas en
guisos de lentejas. Se comía con desconfianza, arriesgando los dientes: el pescado brillaba como vidrio
desmenuzado, esculturas de astillas
pintadas remedaban pasteles de carne. Canio hacía alarde de recetas inéditas: tajadas de joroba
de camello, sesos de avestruz, lenguas de flamenco. Algunas perdices ocultaban
bajo su plumaje un murciélago que, al trincharlas, levantaba el vuelo. Quien
alguna vez compartió la corte de
Domiciano reconoció el esplendor del
banquete. Eso halagó a los provincianos. Nunca como hasta hoy tan comprensivos
con el emperador. Nunca tan iguales a él. Yo los observo, reconfortado,
achicarse en los asientos, reclinados entre
la nausea y el prestigio.
Antes
de los postres, como es costumbre antigua, se han presentado estatuillas de los dioses lares. Canio
brinda con mi nombre. Presenta como sacerdote al individuo pálido, todavía silencioso,
inmóvil en su mesa toda la cena. Éste empieza a
discursar en lenguaje solemne, altisonante. Ensalza a la muerte. Se rinde ante quienes ayudan a prodigarla:
las enfermedades, los médicos y los
asesinos. Se ha quitado las manos artificiales y los invitados ven, con repugnancia,
aquellos muñones parecidos a las membranas con que nadan los patos. Ha vuelto a
sentarse, dejando un silencio propicio para que lo rompan los bailarines que
portan los dulces. Dátiles rellenos de tuétano, panecillos africanos con la
forma de monos, gelatinosos flanes. Esclavos scoparii recogen los
desperdicios que los comensales arrojan al
suelo. Cuando Canio anuncia la verdadera fiesta, la comissatio, sólo él y yo, escondido, estamos sobrios en
la sala. Hay invitados acostados sobre la espalda y con la boca abierta. Sus
siervos les introducen plumas para provocarles el vómito y aliviarles el estómago.
En otro lugar, un muchacho imita al hijo de Cicerón, de quien dicen capaz de beber de un solo trago
dos congios de vino. Un grupo elige, a
los dados, un presidente de mesa que determine el ritmo de las bebidas; otro
parodia a las vírgenes. Esbeltas gaditanaes escenifican eróticas
canciones que mezclan con poemas de
Canio al difunto, con letrillas mías sobre las hijas y esposas de algunos
presentes. En los sorteos, trucados con habilidad por mi socio, se reparten los
premios: un cofre de malaquita será para el enemigo de quien tan alto pujó
contra mi, en las subastas; la copa que Plauto siempre me envidió, donde
bebíamos juntos, será caída y rota por un esclavo de manos torpes. Un comerciante de telas ganará a mi esposa; a
otro, le será devuelta la suya. Cada regalo afilado con un epigrama. Alguno protesta
a gritos. Alguno arriesga su buen augurio maldiciendo a un muerto. Satisfecho
bajo al primer piso. Entro en el ataúd y espero a que vengan por mí los
cargadores de la funeraria. Como era convenido, Canio ha mandado subirme. Me
han colocado en un catafalco en el
centro de la estancia. Ha expulsado a siervos y esclavos. Ha pedido acercarse a
los que aún se mantienen en pie para iniciar una larga biografía laudatoria. Entonces,
como era convenido, me he levantado y he gritado los nombres, uno a uno, de
todos los invitados. No obtuve aullidos de terror. Nadie se lanzó escaleras abajo. Estaban tan borrachos que no repararon
en mí o me creyeron parte de la farsa. Canio les convenció que seguía igual de
muerto, que la alucinación en pie que los nombraba se esfumaría cuando sellasen la caja. Supe que me van a
enterrar. Canio me ha mirado con los
ojos de un hombre celoso.
Manuel J. Ruiz Torres
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