La contrarreforma del aborto
supone legislar desde la hipocresía. No van a disminuir los abortos mientras no
disminuya su necesidad. Sólo se van a bifurcar el mismo número hacia dos
caminos, bien distintos. Uno seguro, para quien pueda pagárselo, aquí u, otra
vez, tras las seguras fronteras del extranjero; el otro, peligroso para la
salud de las mujeres pobres, otra vez en las cloacas de la clandestinidad. Es
tal este ejercicio de completa hipocresía que la nueva ley amplía las
situaciones en que declara delito el aborto pero elimina las sanciones penales.
Tenemos un delito que, según el sobrado paternalismo del ministro, no tendrá
reproche penal para las mujeres. A las que esta ley ya les ha quitado el
“derecho a la maternidad libremente decidida”. Sin decisión propia, la maternidad
vuelve a retroceder a designio divino. O de los Ministerios que lleven sus
asuntos acá en la tierra, como la decisión de sacar de la reproducción asistida
a mujeres solas o lesbianas que expresamente quieren ser madres, en una
maternidad que no es protegida porque se sale de la moral canónica, ahora otra
vez obligatoria. Para ser un imposición hipócrita de cara al fundamentalismo
católico, esta ley, con la inseguridad que provoca, va a causar la muerte de
mujeres y niños, ya nacidos y vivos, condicionados en sus derechos a la vida -y
a una vida digna- a la interpretación que, de esos derechos, haga un extraño
que impone sus propios prejuicios religiosos. Ahora revestidos de mayor valor
jurídico que los de la propia mujer decidiendo sobre su cuerpo. Porque esta ley
subordina la vida de personas reales a la de lo que aún es una probabilidad de
vida autónoma, arrogándose también la resolución de ese debate científico.
No conozco ninguna mujer a la que
le guste abortar. Es una mentira muy ofensiva esa imagen truculenta que
presenta el aborto como una frivolidad. No lo es. Es una decisión propia, difícil,
siempre muy meditada. Es la propia mujer quien decide si quiere, o no quiere,
que alguien la acompañe. Ahora la ley le impone dos tutores médicos, plazos de
reflexión, la devalúa a menor de edad. Si, de verdad, quieren disminuir los
abortos, que hagan viables esas posibilidades de vida futura, con políticas
económicas que integren a quienes están en el paro y en la exclusión social,
con salarios dignos para sostener y alimentar a una familia. Más de 13 millones
de niños y niñas mueren cada año por enfermedades e infecciones
directamente relacionadas con la falta de alimentos. 100 millones de niños y
niñas tienen nutrición insuficiente y deficiencia de peso, y 180
millones sufren desnutrición crónica. Pero las grandes religiones, mayoritarias
donde más pobreza y más muertes infantiles hay, declaran asesinato el aborto y prohíben
también el uso de preservativos, o presionan a esos gobiernos contra cualquier política de planificación familiar. Ninguna reconoce su propia responsabilidad en
esas muertes y en esas malas vidas que su fundamentalismo provoca. En España,
más de dos millones doscientos mil niñas y niños viven por debajo del umbral de
pobreza. Pero no se aprueba una ley que les garantice una renta básica, ni otra
que pare los desahucios para no dejarlos a la intemperie. Ya han nacido. Al
contrario. Lo que se hace es eliminar las ayudas de dependencia, o excluir
personas y tratamientos de la sanidad pública, a la vez que se nos pide tener
más hijas e hijos. Si quieren que disminuyan los abortos que se promueva una
educación de igualdad, no de reclutamiento de fieles, que incluya una sexualidad igualitaria, no culpable ni
necesariamente reproductiva, que repudie la
sumisión femenina (no que la presente como un valor católico) o la prepotencia
y el chantaje sentimental como formas de violencia masculina. La política de
este gobierno es profundamente antivida. La hipocresía tranquiliza conciencias,
pero no resuelve problemas.
Manuel J. Ruiz Torres