Desde
hace muchos años conmemoro el 8 de marzo por lo que el feminismo me ha mejorado
como persona, pero también como hombre. Naturalmente, el resto del año me guío
por lo que este día conmemora. Sé que una parte de esa conmemoración es poder
explicarlo, a pesar de que la cultura patriarcal (ejercida por hombres pero
también, por desgracia, mantenida por demasiadas mujeres) maneja poderosos
instrumentos para falsear cualquier razonamiento que la cuestione. De hecho,
como no resistiría un debate con argumentos para justificar su defensa de la
desigualdad entre mujeres y hombres, recurre al viejo monopolio de lo
emocional, puesto a su servicio desde siempre por las religiones patriarcales,
que acuñaron el sentimiento de culpa, para lo que necesitaron inventarse antes
el interesado concepto de pecado. Una actualización de ese sentimiento está
consiguiendo que numerosas mujeres, independientes y brillantes en sus
trabajos, consideren necesario presentarse como “no feministas”, siguiendo la
falacia manipuladora de que ser feminista es estar “contra” los hombres, que en
su expresión más analfabeta equipara feminismo con machismo. Que es tanto como
poner en la misma dignidad moral al verdugo que corta una cabeza con quien no
quiere que se la corten.
Quienes
se dejan calar por ese mensaje manipulador que contrapone feminismo con
igualdad, como si de dos actitudes contrarias se tratasen, por supuesto están
de acuerdo con que las mujeres voten, puedan abrirse una cuenta corriente, viajen
al extranjero con un pasaporte propio y sin necesitar permiso del marido, o que
éste vaya a la cárcel si la mata y no al exilio a otro pueblo, situaciones que
por aberrantes que ahora nos parezcan eran la Ley en España hace menos de
cincuenta años. Eso que hoy todo el país comparte como incuestionable lo
consiguió el feminismo. Siempre con la oposición del poder patriarcal
establecido. Siempre. Las ahora consideradas simpáticas sufragistas, las ahora
asumidas como razonables pioneras diputadas de la República fueron, en su
momento, insultadas como ahora, señaladas como enemigas de los hombres, como si
oponerse a los abusos y a la prepotencia institucionalizada por el poder
patriarcal fuera un asunto de simple rencor personal o de negación de la
naturaleza. Y como si, para quienes aún defienden el mantenimiento maquillado
de la desigualdad real, macho y masculino fuera lo mismo. Comparación que, como
hombre, me asquea.
Sé
que lo conseguido está muy lejos de ser lo justo, porque hablar de suficiente
en cualquier objetivo de igualdad me parece mezquino. Entre lo no conseguido
está que los hombres asumamos mayoritariamente el feminismo como una ideología
que también nos mejora a nosotros. Porque si algo ha conseguido la propaganda
patriarcal es sumar a su defensa a muchos hombres que terminan padeciendo los
efectos de relaciones basadas en la imposición.
Crecemos
en modelos familiares donde al hombre se le ahorra cualquier trabajo doméstico.
Esa desigualdad, que ya presupone que ese niño se dedicará en el futuro a otras
actividades más públicas, también lo convierte en un perfecto inútil para funciones
tan básicas como ser capaz de alimentarse, de vestirse o de vivir en un entorno
limpio, sin ayuda de otra persona. Bajo la excusa de la protección, se crían
absolutos dependientes que, además, creerán que ese servicio es algo que se
merecen por cuna. Una educación feminista de igualdad, también en el
mantenimiento personal, crearía hombres más independientes, con más autonomía
vital, con más posibilidades de elegir cómo quieren vivir, incluyendo la de
hacerlo solos.
FOTO: Adrián Fatou. Premio II Cert. Fotográfico “Hombres en proceso de cambio”. Programa Hombres por la Igualdad. Aymto. de Jerez.
Otro
aspecto fundamental que termina sometiendo, a hombres y mujeres, a la esclavitud
emocional es la construcción de un arquetipo único de familia, basada en un
amor exclusivo, complementario, inmutable, imperecedero. La cultura patriarcal
creó este traje que la biología ha demostrado siempre estrecho. Supone negar
que, a lo largo de la vida -cada vez más larga además-, amamos a distintas
personas. Negar que no somos personas enteras por nosotros mismos sino partes
de un mecano de piezas que solo funciona cuando encajan, aún a riesgo de que
este símil mecánico nos lleve directamente a la predicción de numerosas averías
en nuestras vidas. Negar que incluso a esa persona que queremos que nos
acompañe siempre (dure ese siempre lo que dure), la vamos a querer en todos los
momentos igual, y tasando en valores de cantidad ese amor que se muta de forma
natural, como criando en esas cotizaciones de bolsa emocional el germen de la
frustración que habremos de tener cuando, lo que nos venden como inacabable, ya
no nos acompañe. La educación en ese modelo crea también muchos hombres afectivodependientes,
inútiles para adaptarse a nuevas relaciones, profundamente desgraciados. Incapaces
también de culpar al machismo que les vendieron como ventaja como el origen de
su infelicidad. Una educación
sentimental igualitaria, realista y no sometida a la dictadura de la culpa,
enseñaría a afrontar la dureza de esos tránsitos para aprovecharlos, en lo
posible, para nuestra felicidad.
También
crecer en relaciones entre iguales aumentaría la calidad de las mismas, ya no
necesariamente mantenidas por rutina o por miedo, sino elegidas y mantenidas
por amor. Un sentimiento que es más real que su reinterpretación machista. Porque
estar con alguien no es tenerlo sólo al lado, como un trofeo o el diploma de
algo que ya olvidaste, sino contar con su complicidad. Ganarse su lealtad, que
es un valor más enriquecedor que la fidelidad que contrapone la cultura
patriarcal, tan insegura siempre. Nadie puede sentirse acompañado con alguien
que lo odia o le teme. En ese frontón donde sólo él juega, nada recibe, nada lo
renueva desde la otra persona.
El
patriarcado en suma sólo crea hombres inútiles que, al final, dependen de las
habilidades prácticas o emocionales de las mujeres. Ellos conocen su
vulnerabilidad, y por eso unos reaccionan con violencia y otros se adaptan al
mercado de los tiempos, desde les regalos de rosas de hoy mismo a la condena de
las agresiones más brutales, pero sin reconocer que son la fatal conclusión de
lo que empieza en la falta de respeto, en la desigualdad misma. También, cada
vez más, hay hombres que queremos desmontarles este crimen.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGran artículo, Manolo. Espero que estas palabras pierdan actualidad dentro de unos años.
ResponderEliminarUn abrazo.