Hace
sólo dos días se publicaba un informe policial que relaciona las aportaciones de
una decena de empresas al Partido Popular con el posterior triunfo de las
mismas en concursos públicos convocados por Administraciones gobernadas por el
mismo Partido Popular. El balance de este flujo es que, en la última década,
unos dan casi 4 millones de euros de dinero de sus empresas y, en
“correspondencia”, otros les dan 12.330 millones de dinero público. Les
ahorraré lo que estaríamos escuchando si eso lo hace cualquier otro partido
que, salvo alguna televisión y algún medio muy concreto, no tuviera
extensamente comprada la libertad de información, con cargo también a los
dineros públicos de las subvenciones y la publicidad institucional. Esa importantísima
noticia apenas ha existido.
Es
un dato relevante porque explica el estado de cabreo (hace tiempo que la
indignación tomó ese nombre) generalizado. También que la falta de verdaderos
medios de comunicación obligue a buscar otros cauces de expresión. E, incluso, nos
lleva hasta una tercera conclusión, la interesada utilización del principio legal
de presunción de veracidad de las declaraciones policiales con las que la
derecha celebra las que creen que le benefician y difama las que lo acusan. En
este contexto, de cabreo y de falta de libertad de expresión, se han producido
las condenas penales de un ciudadano por defender su derecho a pegar carteles
en el Palillero y de dos más por defender su derecho a estar en la calle oyendo
coplas de Carnaval. En ambos casos, la acusación ha consistido en desacatos o
atentados a la autoridad de la Policía Local. Si ambas situaciones (pegar
carteles y oír canciones en la calle) suponían una muy dudosa infracción
administrativa, la policía debió tener la templanza de identificar sin que al
asunto pasara a delito. Eso nos lleva a si, a partir de ahora, decirle a la
policía que no le parece justo lo que está haciendo, es ya un delito. Aunque haya
una Constitución de boca llena que nos otorgue esos derechos de expresión y de
reunión. Condicionados, por lo que se ve, a una interpretación policial de su
oportunidad. Porque la frontera del desacato puede ser muy subjetiva, y alguien
podría situarla en un tono de voz más alto que el susurro, en decírselo
mirándolo a los ojos o en una inconveniente gesticulación excesiva de esa
queja. Podría ser que lo que se quiera es no poder siquiera hablarle
educadamente a quien nos pide que nos identifiquemos, siguiendo esos consejos
que, en el más profundo franquismo, se nos daba para salir de noche: si te
paran, diles que sí a todo, que algo malo habrás hecho.
Lo
que parece deducirse de ambas sentencias es que, en esas situaciones,
seguramente tensas, sólo se le exige calma a la ciudadanía. La exquisita
educación y cortesía en las posibles discusiones que se produzcan sólo son
obligadas para la parte ciudadana. También parece que el valor probatorio que
otorga la presunción de veracidad policial –siempre que no afecte a cargos
populares- vale más que el testimonio de innumerables testigos. Y que ningún
valor se le concede a la palabra de quienes han sido acusados. Leído el parte
de la intervención policial en el Carnaval Chiquito, se nos describe una
sucesión de agresiones seguidas de una misma persona que, poseída de su
paroxismo, se lanza contra la policía y los persigue por calles y plazas
mientras aquella soporta con estoicismo patadas y escupitajos, y trata de
calmarla con buenos consejos antes de la inevitable y limpia detención. Con
objetividad, no parece verosímil esa santa paciencia policial, que no
interviene cuando se produce un supuesto delito sino cuando se reitera. De poco
valen las contradicciones de esa misma policía en el juicio, cuando unos y
otros no se ponían de acuerdo sobre si fueron hacia la multitud a apaciguarla,
o si la multitud se fue hacia ellos. Pero la sentencia cree a la policía. Eso
nos deja en una completa indefensión. Porque la expresión de cualquier queja nuestra
pueden convertirla en delito. Que es lo que buscan. De hecho, para la derecha,
quejarse ya es un desacato.
Manuel
J. Ruiz Torres
No hay comentarios:
Publicar un comentario