Sólo daré dos
apuntes biográficos de Carmen Camacho porque los considero relevantes: nació en
la tierra más adentro de Andalucía, un pueblo de Jaén, y lo hizo el año en que
este país perdió su oportunidad de romper consigo mismo porque le impusieron reformarse
sin propósito de enmienda. De su lugar de origen, ha traído hasta aquí sus pies
en la tierra, el no permitirse más expectativas que las que la realidad se
gane; de su tiempo, ha traído hasta aquí un calado disgusto por lo que de ajeno
a nosotros tiene esta misma realidad. De ambos, espacio y tiempo, una hermosa
dureza que sirve lo mismo para ajustar cuentas que para perderlas, o siendo más
exactos perderse rotundamente, desorientarse en la nada. De cómo se puede forjar
un anillo, es decir un icono popular del compromiso y de lo mágico, no desde su
consistencia compacta sino desde su centro vacío, desde su nada, trata este Campo de fuerza. Porque lo mágico, como
fuera de lo ordinario, es lo que, al cabo, nos explica la realidad en sus
limitaciones. No sé cuántas veces se habrá perdido Carmen en lo que le atraía
de lo inexplicable, de lo sibilino, de lo incoherente, incluso de lo injusto,
pero sospecho que, llegados al momento de escribir y sobre todo de ordenar
estos poemas, debió pensar que tanto alejamiento y tanta atracción al mismo
tiempo no podían ser casualidad, que debían seguir alguna ley que, en lo
razonable, los explicara.
Cuando se habla
de ley lo primero que se nos ocurre es todo ese cuerpo de normas que rigen el
Derecho, pero Carmen es tan emocional que en seguida habría descartado una
organización de sentimientos basada en prohibiciones y castigos. Tampoco le
servía la hermenéutica por poco aireada, por lo que tiene de filosofía de casa
cerrada que huele a humedad, ella que defiende aquí esa otra Casa que, al tocar
la pared en el juego infantil, se convertía en el refugio donde quedabas a
salvo. Algunos preceptos religiosos, la ley de los dioses, sí que los ha tomado
para este poemario, siquiera para defender su desobediencia. Y así debió llegar
a las leyes de las Ciencias, que tan exactas se quieren presentar para sosiego
nuestro.
Sea por el poco
espacio que ocupan los objetos y los cuerpos, la Física se encarga de
explicarnos el vacío, lo verdaderamente inmenso. Estamos huecos por dentro y
nada hay entre nosotros y quienes ocupan un momento nuestra cercanía. Y, sin
embargo, no flotamos, ni nos deshacemos en átomos, ni dejamos nunca de querer
abrazarnos con alguien. Hay fuerzas que unen todos los pedazos de ese agujero
enorme que somos para que no nos rompa la soledad, el hastío, el pavor al amo,
la falta de compasión con nosotros mismos. Existe la gravedad que nos fija a la
tierra, el peso de los objetos que sobreviven a las mudanzas. Ocurre el
magnetismo que une o repele a quienes no se tocan. Y el espacio donde actúan
todas esas fuerzas son campos, capaces también de regarse y de crecer, o de
ajarse si el tiempo de secano se prolonga.
Campo de fuerzas comienza mostrando el
terreno donde esas corrientes actúan. En portada, el cuerpo de ese anillo que
vamos a concebir desde dentro, expuesto en su porosidad, embellecida la mano
que serviría para acercarlo a los demás con la henna de un tatuaje de flores,
que se quiere temporal, fugaz, en permanente reconstrucción, porque lo
contrario es el plástico en los jarrones. Ese cuerpo se ilustra, en una broma
que es también simbólica, con un electrocardiograma que es el logro más cercano
a una imagen de las emociones. Ya se anuncian ahí las intenciones del libro y
también la ironía de que no deberíamos creernos todo lo que veamos, en una idea
de esas ilusiones ópticas que juegan con nosotros, que repetirá de forma
expresa en La Copa de Rubín y, de manera más subterránea en muchos otros.
Cuando te haces un electro el mismo nerviosismo de la prueba lo enmascara. Es
ese principio físico de la incertidumbre, tan poético, de que cualquier
observador externo, cualquier método de medida acaba siempre perturbando lo que
estamos midiendo. De modo que de los tres desnudos con los que empieza este Campo de fuerzas el más revelador es el
último, cuando se muestra rugosa, porosa, quebradiza. Todo lo que sigue son las
cuatro partes de ese ya citado trabajo de alquimista que busca el anillo capaz
de contener esa energía que compacta y que, a la vez, nos abre a los demás. Por
ese anillo, en distintos momentos del libro, se cuela un mirlo. En una
entrevista, Carmen dijo que este libro es una implosión, la onda expansiva se
mueve hacia dentro, comprime, acerca los átomos, nos junta.
Por partes, en Toma de Tierra nos ponemos en situación
pero también nos protegemos de las descargas. Si en anteriores libros, el
decorado externo donde ocurren las cosas y el escenario íntimo donde se padecen
podía llegar a confundirse, aquí Carmen va un paso más allá y muestra cómo, a
veces, ambos llegan a estropearse el momento. O, como en esas sentencias populares
que tanto le gustan, desentonan tanto que hacen que la procesión vaya por
dentro. Como dice su cita del Segundo Principio de la Termodinámica, en un proceso
cíclico nada vuelve a ser lo que era antes. La toma de tierra, que en las
instalaciones eléctricas evita el paso de la corriente al usuario por un fallo
del aislamiento, es la ironía con la que presenta la excesiva entereza que se
exige a sí misma, las pesadas armaduras, la exigencia de seguir siempre de pie
aunque todos nos merezcamos un poco de flaqueza. Cuando uno se ríe de uno mismo
lo hace de lo que no le gusta pero sabe que le costaría cambiarlo. Esa parte
termina con un pájaro que anuncia un presagio.
El Polo opuesto describe formas de
depredación mutua, como se atraen las partes con cargas distintas de un imán. Esa
atracción o ese rechazo dependen, otra vez, de la disposición de los átomos, de
la colocación de esa parte ínfima de nosotros que no es el vacío. Son poemas
ásperos, agrestes, desatentos, tan de verdad que se atragantan. Se puede
devorar a un amante o a un enemigo con la misma inclemencia. Se le puede
torturar con la más sedosa brutalidad. Sólo vista la escena desde muy cerca
adquiere un sentido la dirección de esas fuerzas. No siempre la fecha dentro
del anillo significa felicidad.
Zona de sombra es, en óptica, la región
de oscuridad donde la luz es obstaculizada. Una sombra ocupa todo el espacio de
detrás de un objeto opaco. Puedes esconderte de la luz detrás de ese objeto
que, en este Campo de fuerza tiene la
forma de la casa, a la que también llama jaula pero no hogar, a la que llama
espejo. Como quedarse, a ratos o por tiempos más largos, más necesitados,
dentro de una jaula de Faraday por la que resbalan los rayos sin herir a quien
allí se cobija. Y de vez en cuando salir, succionar el veneno y regresar al
manzano. Hacer limpieza, desechar momentos. Cuanto mayor sea el ángulo entre la
luz y el objeto más corta será su sombra, menor el amparo que produce.
Y, finalmente,
esa Armónica entropía que plantea el
desorden como un arranque, como un estreno. Dirá: “Que no tenga que ver con el
pasado mi regreso”. En su sentido más elemental la entropía anuncia que el caos
siempre aumenta. Pero ese desorden rompe los equilibrios, hace que las
reacciones se produzcan en una dirección y salgan al fin de sus atascos. La
entropía ya era el nombre griego de la transformación. Pero en física tiene un
significado aún más hermoso: es la energía que no puede utilizarse para
producir trabajo alguno. Es la que empleamos para evolucionar. Quizás sea esa
la fuerza que más nos une.
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