El principal problema de la
corrupción es la comprensión con la que buena parte de la sociedad juzga cada
caso, según la simpatía o la afinidad que personalmente les despierta quien se
beneficia de ella. Si esa comprensión se volviera rechazo absoluto a todos los
casos, sin buscarle atenuantes o justificaciones a “nuestros” corruptos,
podríamos hablar ya de casos aislables, a los que aplicar la ley. Pero la ley
no resuelve ni los entramados de complicidad ni, mucho menos, las oscuridades
con las que quien hizo esa ley quiso proteger a “lo suyos”.
En pocos días, hemos visto como multitud de
firmas pedían un trato de impunidad para Isabel Pantoja, sólo porque les cae
bien o porque consideran “menor” su corruptela, se supone que en comparación
con otras más odiosas, las que practican los que no les caen bien. Desconfío de
los que personalizan su indignación, nombrando solo por su nombre la podredumbre
que afecta a los que él o ella no votarían nunca, ya se quejen de la Gürtel o
de los EREs, para añadir, como un limbo, “y las demás cosas que pasan”. Se dice
que lo que no se nombra no existe, al menos en la voluntad de quien habla. No
se extrañen luego de que los partidos hagan, con los suyos, lo mismo que sus
votantes. Entenderlos y protegerlos. A las pocas horas de saberse lo de los
viajes de Monago, ya había salido su partido justificando esas visitas como de
trabajo en las Canarias, aunque ninguno de sus correligionarios allí habían
tenido reunión alguna con el viajante y les cogió con la hora cambiada para
sumarse a la coartada. Si estuviera aislado, vigilado por quienes -tan de boquilla- defienden la integridad de los suyos, esa situación se habría sabido antes. Por
eso me parece más grave lo que no se sabrá nunca, por la misma opacidad con la
que sus señorías han regulado todo lo que hacen por nuestro bien.
Porque
puestos a indignarse me parece igual de abusivo que quien nos representa, con
un sueldo sobrado para pagarse la ida y vuelta al lugar de trabajo, como
hacemos todos, cargue sus escapadas personales al dinero de todos, y me da
igual que sean para ver a la novia como para ver, cuando les apetezca, al
marido o a la esposa. Eso que un cínico profesional de la política acaba de
ampliar a “donde tienen su vida privada ese fin de semana”. Barra libre de tour
operator que no sé dónde encaja en eso que el reglamento del Congreso de
Diputados llama “gastos que sean indispensables para el cumplimiento de su
función”. Y que en el del Senado se relaja de “indispensables” a “necesarios”. Y
quizás aquí, en ser más exigentes con lo que es intolerable, a lo mejor, está
la corrección de tanto expolio como padecemos.
Lo intolerable no siempre es
delito. De hecho, hay una voluntad consensuada de las mayorías políticas por
mantener actitudes de expolio del dinero público fuera del sacrosanto terreno
de lo penal. Y eso es posible porque a mucha gente le parece normal lo
intolerable, si lo hace uno o una de los nuestros. Cuando consideremos
corrupción el poner a su servicio los medios de comunicación públicos, o
comprar periódicos con la cuenta de los anuncios institucionales, o mantener
asesores en cargos públicos para que trabajen para su partido, o usar información
de la administración que gobiernan para amedrentar a sus adversarios, o que los
contratos los ganen siempre legalmente los mismos, empezaremos a aislar la
corrupción. No es sólo el que se lo lleva directamente. También quienes
favorecen interesadamente a su grupo o partido. Los que se callan para no
perjudicar a los suyos. Para que luego la organización les pague el servicio.
Limpiamente.
Manuel J. Ruiz Torres
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