(Imagen tomada de la web www.pikaramagazine.com)
Comparto con muchas compañeras y
compañeros el convencimiento de que si la sociedad es sumisa, dominante,
recelosa o insegura de sus propias capacidades, es porque nos han enseñado a
amar con esos mismos presupuestos de la desconfianza, la desigualdad y la
insuficiencia personal. Si no cambiamos nuestras relaciones con quienes
elegimos como más cercanos o más cercanas, será imposible que las cambiemos con
el resto. Ese cambio supone, nada menos, que replantearnos toda nuestra
capacidad de amar para construir nuevas
formas de relacionarse, empezando por rechazar lo que, de las actuales, nos
lleva a la infelicidad. Esa revolución será feminista, o no será revolución de
ninguna clase. Me sorprende quienes plantean un cambio radical de sistema económico
pero sin tocar el sacrosanto orden patriarcal, dejándolo en una especie de
socialdemocracia de los afectos, donde se condenen las formas de maltrato menos
sutiles pero no se cuestione el entender el amor como una inevitable cesión de
derechos personales.
No me parecen felices quienes padecen celos, o la
necesidad de la presencia permanente del otro u otra, o quienes renuncian al
propio crecimiento profesional o humano, o quienes subordinan los gustos
propios a los de quien escogieron. No me parecen personas felices quienes defienden
perderse la mitad de sí mismas para ser la media naranja de otra persona. Como
tampoco entiendo que a ese amor de las amputaciones lo llamen amor romántico. Muchas
compañeras y compañeros con quienes comparto esta revolución también lo llaman
así. Y creo que regalamos un término popularmente cargado de connotaciones
positivas –romántico- a quienes están en el reaccionario interés de que nada
cambie. Como movimiento artístico, lo romántico es la conciencia individual, la
originalidad, la rebeldía, la diferencia. Mucho más cerca de ese amor insumiso,
participante, no reglado, no sujeto a número ni a género de participantes, diligente,
creativo, emancipado y, por convencimiento, en atención permanente. Creo que es
un error concederle esos valores a ese amor ortopédico que reclama las muletas
de otro para sostenerse, a ese amor resignado que no sabe prender de entre sus
cenizas, a ese amor defensivo, a ese amor ciego que idealiza imposibles de
cumplir, a ese amor intrusivo que se exige omnipotente, a ese amor que no sabe
terminarse. A esos caminos a la infelicidad los seguimos mal etiquetando como
amor romántico, incluso para criticarlo. Pero es como si, después de escribir
un buen libro, bien argumentado, emocionante, confortador, la pifiáramos con un
mal título que ahuyente el interés de conocer esta revolución. Encima, a
nuestro amor de personas iguales y enteras lo llamamos, con asepsia, amor
confluente. Como si en este amor nuevo no mandaran también el disfrute y la
ternura.
Manuel J. Ruiz Torres
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