martes, 25 de febrero de 2014

¿Qué es la Historia?



Confieso que empiezo a divertirme tanto con las reacciones indignadas a la inteligente broma de Jordi Évole del pasado domingo como con el endiablado juego de espejos que supuso su programa. Y me agrada, por lo que engrandece el debate que, entre quienes lo detractan, haya muchas personas a las que aprecio mucho intelectualmente. No se trata de tener sentido del humor, que ya sabíamos que este país no lo tiene, salvo para reírse de seres que considera, por lo que sea, inferiores, incluyendo animales y primeros ministros. No se trata tampoco de sorprenderse de la incontable legión que, esa noche, se levantó del sillón televisivo mutada en críticos artísticos para desdeñar la obrita de Évole, comparada con la también bromita de Orson Welles que, por lo oído, es aquí objeto de un encendido debate cultureta, digno de la mejor causa futbolística. No se trata tampoco de medirnos ahí, como con un contador Geiger televisivo, nuestro sentido del humor, nuestra capacidad artística o nuestra simple perspicacia, por el momento concreto del programa en que descubrimos que todo era una farsa. Yo no lo descubrí hasta que el propio Évole nos lo contó, al final. Lo cual, a bote pronto, quiere decir dos cosas: la primera, que lo que nos contó no me pareció inverosímil, ahondando en una sospecha –fundada o no- que lleva muchos años circulando por ahí; la segunda, es que, si nos lo cuenta alguien que nos merece credibilidad (en mi caso, Gabilondo), estamos dispuestos a creernos cualquier cosa. Como explicó el propio Évole esa era la intención de su programa. No entiendo la irritación de quienes se sintieron engañados cuando, en este país, nos engañan todos los días sin avisárnoslo luego.  De hecho, el telediario de la cadena pública nos cuenta, diariamente, una realidad que es mentira. Y hay quien se la cree, y hay quien cambia de canal, a que le cuenten otras (o las mismas) noticias, según los propios interesados objetivos de las cadenas. Y si la actualidad es tan fácil de tergiversar, ¿cómo no va a serlo la Historia?

La Historia, como ciencia, ni es exacta ni es precisa (como tampoco las llamadas ciencias exactas lo son). En estadística, la exactitud mide lo cerca que de la realidad se encuentra el valor medido, y la precisión lo mucho que se repiten valores cercanos, aunque no sean ciertos. Extrapolando a la Historia, muchas opiniones coincidentes, por muy precisas que sean, no garantizan que cuenten la realidad pasada. Y tampoco llegamos a conocer completamente la exactitud de esa realidad, porque la interpretación (no deja de ser eso la Historia) que hacemos de los hechos depende de las piezas que conocemos de ellos en cada momento, nunca todas ni completas. La aparición de nuevas piezas del puzzle (documentos, confesiones personales, ciudades enterradas) nos hace replantearnos esa interpretación; a veces, incluso, para defender lo contrario que hasta entonces. Convirtiendo la Historia en un ejercicio de verosimilitud que, eso sí, debería ser siempre honesto. Y ya sabemos que no siempre lo es. (Y la manipulación puede conseguir desde resultados bobalicones, como que una mayoría se crea lo de piconeras que trabajan el carbón con cancán, madroñera y camafeo, hasta tan criminales como llamar periodo plácido a una dictadura sangrienta). La Historia, como cualquier ciencia, o como cualquier actividad humana, necesita una actitud escéptica a la hora de interpretar lo que se conoce, porque ese conocimiento podría cambiar, un poco o del todo, y porque las patrañas también pueden legarse, interesadamente, a las generaciones futuras. Creo que eso es lo principal que debería enseñarse en las clases de Historia. A dudar siempre de quienes dicen poseer la Verdad. Por precaución.


Manuel J. Ruiz Torres