Confieso
que empiezo a divertirme tanto con las reacciones indignadas a la inteligente broma
de Jordi Évole del pasado domingo como con el endiablado juego de espejos que supuso
su programa. Y me agrada, por lo que engrandece el debate que, entre quienes lo detractan, haya muchas personas a las que aprecio mucho intelectualmente. No se trata de tener sentido del humor, que ya sabíamos que este
país no lo tiene, salvo para reírse de seres que considera, por lo que sea,
inferiores, incluyendo animales y primeros ministros. No se trata tampoco de
sorprenderse de la incontable legión que, esa noche, se levantó del sillón
televisivo mutada en críticos artísticos para desdeñar la obrita de Évole, comparada
con la también bromita de Orson Welles que, por lo oído, es aquí objeto de un encendido
debate cultureta, digno de la mejor causa futbolística. No se trata tampoco de
medirnos ahí, como con un contador Geiger televisivo, nuestro sentido del
humor, nuestra capacidad artística o nuestra simple perspicacia, por el momento
concreto del programa en que descubrimos que todo era una farsa. Yo no lo
descubrí hasta que el propio Évole nos lo contó, al final. Lo cual, a bote
pronto, quiere decir dos cosas: la primera, que lo que nos contó no me pareció
inverosímil, ahondando en una sospecha –fundada o no- que lleva muchos años circulando
por ahí; la segunda, es que, si nos lo cuenta alguien que nos merece
credibilidad (en mi caso, Gabilondo), estamos dispuestos a creernos cualquier
cosa. Como explicó el propio Évole esa era la intención de su programa. No entiendo la irritación de quienes se sintieron engañados cuando, en este país,
nos engañan todos los días sin avisárnoslo luego. De hecho, el telediario de la cadena pública
nos cuenta, diariamente, una realidad que es mentira. Y hay quien se la cree, y
hay quien cambia de canal, a que le cuenten otras (o las mismas) noticias,
según los propios interesados objetivos de las cadenas. Y si la actualidad es
tan fácil de tergiversar, ¿cómo no va a serlo la Historia?
La
Historia, como ciencia, ni es exacta ni es precisa (como tampoco las llamadas
ciencias exactas lo son). En estadística, la exactitud mide lo cerca que de la
realidad se encuentra el valor medido, y la precisión lo mucho que se repiten
valores cercanos, aunque no sean ciertos. Extrapolando a la Historia, muchas
opiniones coincidentes, por muy precisas que sean, no garantizan que cuenten la
realidad pasada. Y tampoco llegamos a conocer completamente la exactitud de esa
realidad, porque la interpretación (no deja de ser eso la Historia) que hacemos
de los hechos depende de las piezas que conocemos de ellos en cada momento,
nunca todas ni completas. La aparición de nuevas piezas del puzzle (documentos,
confesiones personales, ciudades enterradas) nos hace replantearnos esa
interpretación; a veces, incluso, para defender lo contrario que hasta
entonces. Convirtiendo la Historia en un ejercicio de verosimilitud que, eso
sí, debería ser siempre honesto. Y ya sabemos que no siempre lo es. (Y la
manipulación puede conseguir desde resultados bobalicones, como que una mayoría
se crea lo de piconeras que trabajan el carbón con cancán, madroñera y camafeo,
hasta tan criminales como llamar periodo plácido a una dictadura sangrienta). La
Historia, como cualquier ciencia, o como cualquier actividad humana, necesita
una actitud escéptica a la hora de interpretar lo que se conoce, porque ese
conocimiento podría cambiar, un poco o del todo, y porque las patrañas también
pueden legarse, interesadamente, a las generaciones futuras. Creo que eso es lo
principal que debería enseñarse en las clases de Historia. A dudar siempre de
quienes dicen poseer la Verdad. Por precaución.
Manuel
J. Ruiz Torres