Creo que el Gobierno debería considerar muy
seriamente la declaración de la corrupción como Bien de Interés Cultural. Acaba
de hacerlo con la fiesta de los toros que, como su propio nombre indica, se
trata de regocijarse haciéndole algo muy divertido a unos toros. El que las víctimas
de estas dos extendidas aficiones no se presten de buena gana a que los sangren,
no hace más que aumentar la excitación con la que unos y otros practican su
arte. La resistencia del martirizado aumenta el ingenio del torturador, ya sea
para cambiar los sobres por privatizaciones, ya para recibir el envite con el
pie derecho adelantado en vez del izquierdo, en una de esas creaciones
personalísimas que convierten al toreo o a la corrupción en un arte
incontestable. El que ambos espectáculos repitan siempre el mismo guión y
tengan, salvo contadas excepciones que dan lugar a abundante literatura, el
mismo final absolutorio del artista, ya sea con la muerte del toro troceado en
vivo, ya con la anulación de pruebas por defectos de forma, no nos debe hacer
dudar de la propia condición de arte que tiene lo que hacen. La emoción de la
sorpresa, la creatividad, la voluntad de explicarnos el mundo y nuestra efímera
presencia en las otras artes son ingredientes sobrevalorados frente al arrojo,
la falta de conciencia, la habilidad para el engaño con la muleta o con lo que
se ofrece de señuelo en unas elecciones o una hipoteca. Tanto el toreo como la
corrupción cumplen lo dispuesto en la Ley de Patrimonio Histórico, en tanto son
o han sido expresión relevante de la cultura tradicional del pueblo español en
sus aspectos materiales, sociales o espirituales. Igual que la Inquisición, la
expulsión de judíos y moriscos o las guerras civiles, necesitadas también de la
misma figura de protección y salvaguarda ante las amenazas de su olvido por la
intolerancia y los prejuicios del mundo moderno.
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