No deja de ser descorazonador que, justo el día después de que se produzca la enésima toma del poder de los fastos del Bicentenario, la policía desaloje el único vestigio mínimamente digno que reproducía, en el edificio gaditano de Valcárcel, lo que de conquista mínima de ciudadanía supuso aquella Constitución que dicen quieren celebrar ahora. Quienes reducen la Historia a una mera coartada para darse a sí mismos la razón, cuando no la ven como una de esas series televisivas donde importan más los disfraces que la lógica, estarán hoy más tranquilos. El principal edificio civil de aquel 1812 estará cerrado doscientos años después. Y, así, nadie podrá visitar el que también fue el mejor escenario de las miserias y las enormes injusticias sociales de aquella época. Correccional (cárcel) para mujeres cuyo único delito era no tener oficio o no estar casadas; orfanato atiborrado de niñas y niños en abandono; asilo receptáculo de ancianos y ancianas; depósito de dementes; Casa de Misericordia, cuando la caridad les sosegaba más que la justicia. Y, también, en ese enorme contenedor de lo que la sociedad bien de entonces quería ocultar, salvando sus conciencias, algunos talleres de oficios para pobres que, en los dos siglos posteriores, han seguido suponiendo la dignificación de bastantes gaditanas y gaditanos que han pasado por el edificio para recibir educación. Precisamente esa ganancia del edificio para la educación, en su sentido más amplio, como un valor universal, creativo, comunicador y de superación personal y colectiva es el gran logro, en sólo seis meses, del movimiento de Valcárcel Recuperado.
La Historia sirve cuando nos enseña a corregir el presente. Que no nos hablen de la poca participación de la ciudadanía gaditana en unos fastos de fuegos artificiales y visitas de gente muy-muy importante cuando, por acción u omisión, de unos y otros, se deja en manos de los antidisturbios el aplastamiento (eso se busca) de una iniciativa espontánea, plural, compleja, humana, contra el absolutismo social, político y cultural con el que se está desmantelando y vaciando de participación nuestra tímida democracia. Quienes recuperan ese edificio tan maldito que aún lo identificamos con el apellido de un gobernador franquista han hecho, en estos meses, un impresionante ejercicio de participación. Han demostrado que es posible la intervención de la ciudadanía y la gestión seria de un patrimonio común, sin paternalismos políticos, ni neoliberales ni socialilustrados. Han ganado a la desconfianza.
He asistido a varias asambleas y actividades en Valcárcel. Allí había tal diversidad que también a mí me irrita ese empeño en reducirlo todo a una marginalidad (social, de costumbres) que, por otra parte, nadie se esfuerza en explicar qué significa. Me consta que ha existido autocrítica en errores, que también los ha habido. El respeto, que era la única norma en las asambleas, no siempre se templó con la prensa, que se merece la misma atención de escucha, por muy cuestionable que nos pareciera algo de lo publicado. En todo este hermosísimo ejercicio de aprendizaje de democracia directa, todo se puede debatir. En ese pluralismo muy vivo, lógicamente, sé de quien estoy cerca y de quien menos. Como sé que esas antípodas de lo que más me desagrada en la gestión de lo que debería ser sólo público está fuera de Valcárcel: en los que mandan cerrarlo con el hipócrita argumento de garantizarnos nuestra seguridad, en los que mienten mentando, entre dientes, esa sacrosanta propiedad privada, que no sé qué tiene que ver con este caso de un edificio que es público, desde el momento en que quien lo compró no ha abonado la cantidad de su precio y, además, quiere devolverlo.
Porque ese es el meollo de la cuestión. Lo que se debate, en otro orden judicial, es el coste de la indemnización que deberá pagar la empresa hotelera por la reversión de ese patrimonio a su propietario público, Diputación. Ésta, ni antes ni ahora, ha hecho nada por recuperar ese bien de todos; como la empresa hotelera no hizo nada por detener su deterioro; como el Ayuntamiento hizo todo lo posible porque no se hiciera en la ciudad ese hotel que había sido una idea de un enemigo político. En esa guerra miserable de intereses, un colectivo inédito, no jerarquizado, recuperó el edificio para darle un uso abierto a quien llevara a la asamblea sus propuestas. No se trata de una ocupación, porque nadie ha estado viviendo allí, ni nadie discute su propiedad pública; unos importantes matices jurídicos que hacen cuestionable, por la existencia de otros precedentes, la existencia misma de algún delito.
En este tiempo, se ha ocupado ese espacio con actividades, todas gratuitas, como clases de recuperación, guardería, biblioteca, locales de ensayo, colecciones museísticas, gimnasio, talleres de oficios, asociacionismo…He asistido a actos culturales con un público tan numeroso y entregado como nunca había visto en los circuitos pagados, de una forma u otra, por las instituciones. Evidenciando, y alguien debería extraer conclusiones de esto, el alejamiento y las carencias reales de una población que asiste, ajena (lo dicen ellos), al carísimo montaje de cartón piedra de un año espectáculo hecho sólo para mirar. Porque lo que han desalojado hoy en Valcárcel es el derecho a la participación, sin intermediarios. Creen ellos.
Sólo que cada día que pase con Valcárcel cerrado, deteriorándose a la vista de cualquiera, les señalará en su miseria.
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