Cuando alguien se equivoca tan violentamente en la respuesta a una reclamación pacífica ya no puede hablarse de torpeza sino de soberbia. Desconozco aún quién dio la orden de que entrara, ayer, la policía en un recinto privado universitario; quién se arropó la potestad de saltarse la legalidad del muy constitucional derecho de expresión; quién malentendió la concesión que la ciudadanía, en una democracia, les hace a algunos de sus trabajadores para que porten armas para defenderla, no para atacarla; quién va a hacer lo posible para tapar este escándalo. Y tengo un verdadero interés personal en que todas esas incógnitas me las aclare un juzgado justo porque, ahora mismo, me siento enormemente desprotegido. Toda la ciudad de Cádiz lo está, mientras no nos aclaren lo ocurrido y se depuren responsabilidades, pero hasta el final, hasta la misma expulsión de políticos y policías que no sirven para protegernos.
Vayamos por partes. En una decisión colectiva, un grupo de personas interrumpió una charla-conferencia pronunciada por el juez Marlaska y el periodista Ridao para leer un comunicado. Ambos han apelado a su propia libertad de expresión para mostrar su rechazo a esa interrupción. Pero, como ocurre con los grandes valores cuando se banalizan, o se interpretan como un exclusivo derecho de casta, el derecho a expresarse no se anula porque alguien les rebata o les muestre incluso un abierto rechazo a sus personas, sino sólo cuando se impide comunicar el propio pensamiento. O se castiga, si no gusta. No fue el caso. Una vez expresada la opinión del colectivo sobre el desalojo de Valcárcel, se marcharon y el acto, incluyendo las doctas lecciones de democracia de ambos ponentes, siguió todo lo tranquilo que permitió la barbarie de lo que sucedía afuera. La única agresión al ejercicio de la libertad de expresión se produjo al salir del Aula Magna, cuando alguien decidió que los momentos de molestia, o de mera descortesía según sus viejos manuales de urbanidad, padecidos por los conferenciantes merecían ser tratados como si de un presunto delito se tratase. Demasiado tosco como para calificarlo de simple torpeza. Como también asistimos ahora al maquillaje revisionista de nuestra Constitución bicentenaria, no está de más recordar que la tan alabada Libertad de Imprenta, aprobada entonces, no supuso la desaparición de represalias por las opiniones publicadas, sino sólo que éstas se tomaban después de expresar la opinión y no antes. Pero la gente siguió yendo a la cárcel lo mismo. Que se celebre eso como un logro da escalofríos.
La policía necesita una orden judicial para entrar en un recinto privado. Sólo la constatación de un delito flagrante permite una intervención sin esa orden. Salvo que, de antesdeayer a ayer mismo, se haya cambiado el Código Penal, la interrupción verbal de una conferencia no tiene consideración de delito. Yo espero que el titular de esa propiedad allanada, es decir el Rector, acuda al juzgado, no como testigo sino como denunciante, para que algún juez o jueza nos aclare si, a partir de ahora, una discusión acalorada en la casa de cada cuál, puede ser motivo de intervención de los antidisturbios. Por lo mismo, también espero que la policía haya depositado ya en dicho juzgado el posible material fotográfico intervenido, por tener consideración de prueba documental de los hechos denunciados, tanto en la lectura del comunicado como en la posterior actuación policial. Si tales fueran considerados delito, la destrucción de esas pruebas sería, a su vez, un delito distinto, de complicidad o encubrimiento. Es lo que tienen estos formalismos de la democracia. Cuánto trabajo para que la justicia sea, simplemente, justicia. Y qué lejos hoy.
Cuánto arrogante despropósito, y cuánto ensañamiento, para acallar una opinión que no les gusta.
Manuel J. Ruiz Torres
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