Una
estrategia elemental ante cualquier conflicto es dividir al enemigo. El reciente
Decreto-Ley de expolio de derechos, cínicamente titulado como de “medidas para
garantizar la estabilidad presupuestaria y de fomento de la competitividad”, saquea,
en apartados específicamente distintos a quienes trabajan en empleos públicos y
a quienes no tienen trabajo. A la totalidad le aplica un aumento generalizado
de impuestos directos al consumo, pagando lo mismo quien mucho tiene que quien
tiene poco, siendo este gravamen la única política igualitaria que se permiten.
Los hachazos son tan grandes y afectan tanto a la vida privada de cada cual que
han conseguido, en muchos casos, lo que perseguían: que la respuesta fuera
dividida y sectorial. Echo de menos en muchas de las justificadísimas protestas
de quienes trabajan en el sector público un recuerdo solidario al robo económico
que también sufren paradas y parados en el mismo Decreto-Ley, un diez por
ciento menos a partir del séptimo mes de prestación que, según cálculos del
diario económico Cinco Días, suponen
una pérdida media anual de 1800 euros frente a los también brutales 1500 euros
anuales que pierden quienes trabajan en lo público. Como echo en falta esa misma
empatía de quienes trabajan en empresas privadas con funcionarios y
funcionarias que, desde 1992, han perdido un 34.42 % de poder adquisitivo. Un
tercio de sus sueldos. O también que alguien se acuerde del pequeño comercio,
condenado a muerte lenta con la liberalización de festivos -que les deja sin
descanso- y de rebajas, ahora a la entera voluntad de asfixia económica de las
grandes cadenas, que tendrán la insensible complicidad de muchos compradores,
trabajadores y trabajadoras, a su vez, en lo público y en lo privado. Pero esa
insolidaridad es lo que busca algunas medidas de ese ómnibus legislativo, enfrentar
entre sí a quienes viven, o quisieran vivir, de su trabajo, exhibiendo
supuestos agravios comparativos. Sin escatimar tampoco expresiones hirientes,
como decir que ese hurto permite “impulsar la activación de los desempleados
incentivando el pronto retorno a la ocupación”. Con lo que muestran a quienes
están en paro como, poco menos, que parásitos de quienes trabajan, viviendo del
subsidio. Ya lo ha dicho el presidente de la Diputación de Cádiz, el popular
Loaiza: los parados no empiezan a buscar trabajo hasta que se les acaba la
prestación. En el otro lado de la norma, presentan a quienes trabajan en el
sector público como privilegiados que tienen un trabajo vitalicio frente a la
inestabilidad del sector privado.
La
reducción de días de asuntos propios y de los logrados -muy importante, en
negociación colectiva- por antigüedad, no suponen el más mínimo ahorro, a pesar
de que así se justifica la medida. Quitarlos no ahorra nada, simplemente porque
nunca se contrata a nadie para que los sustituya en esos días, asumiendo ese
trabajo el resto del personal que ya esté trabajando. Días que están sometidos
a las necesidades del servicio, condicionado su uso a no perturbar el servicio
público. Si se reducen ahora es sólo para presentar a quienes trabajan en lo público
como privilegiados que disfrutan de más días de vacaciones que el resto. Se
busca aumentar una antipatía de raigambre histórica. El funcionariado, al que
pertenezco, aún despierta en la mayoría un extendido imaginario de pereza,
indolencia, incapacidad y privilegios. Esta imagen, labrada desde ese Larra que
denunciaba los frecuentes vuelva usted mañana, fue cierta cuando quienes
trabajaban en lo público no accedían por méritos propios al puesto sino por
afinidad política o recomendación directa. La condición de inamovibles en su
empleo se impuso, desde su origen histórico, como una fórmula para evitar los
funcionarios de partido, que cesaban y se nombraban según quien ganase las
elecciones, sometidos siempre a las presiones e intereses de esos mismos partidos.
Esa fijeza es también una garantía para el resto de la ciudadanía de que van a
ser tratados en igualdad, cualquiera que sea su ideología o condición económica.
Pero es verdad que sigue habiendo aún malos –muchos o pocos- funcionarios
concretos, y las malas experiencias que hayamos tenido con ellos acrecientan
ese sambenito. Las oposiciones cribaron generaciones nuevas de funcionarias y
funcionarios que no son ni peores ni mejores personas que la sociedad de donde
procedemos. Lo que de bueno o malo hay en la sociedad se mantiene en este
colectivo, no muy distinto a los demás en actitudes y capacidades de trabajo. Cualquiera
conoce, en su entorno, ejemplos de lo mismo que se le critica al funcionariado
en su conjunto. No hay dos categorías de trabajo, según quien emplee. Como no
se puede hablar de unas mismas condiciones de trabajo o sueldo, ni dentro de la
función pública ni en ninguno de los sectores del empleo privado.
Pero
el gobierno vende esa percepción de privilegios y de derechos distintos. Esas
contrapartidas, económicas y en especie, son fruto de negociaciones colectivas.
Hay que entenderlas en su conjunto. Esos días no laborables se dieron en
compensación a no poder – o no querer- adecuar los salarios públicos al IPC,
como en otros convenios se compensan festivos trabajados, se complementan
sueldos con ayudas sociales o se cobran incentivos por beneficios. De hecho, lo
que suponen estas medidas es la derogación de la negociación colectiva. Aunque
sea inconstitucional: una norma con rango de ley cambiando una ley orgánica,
como el Estatuto de los Trabajadores; que viola el principio de igualdad; que
ha omitido la obligada participación social en cambios de legislación laboral; que
es una norma fiscal disfrazada de estatutaria; que no justifica su urgencia ni
el principio de “confianza legítima”, básica para la seguridad jurídica de
derechos adquiridos. Aunque no parece muy sólido acogerse, a estas alturas, a
la protección de una Constitución convertida en papel mojado, desde que la
soberanía ya no reside en el pueblo sino en lo que ordenan desde la metrópoli
alemana. Para quienes aún piensen que este es un problema exclusivo del
funcionariado deberían leerse esa parte del Decreto Ley que posibilita la
modificación o suspensión de todos –absolutamente todos- los convenios
colectivos y acuerdos, cuando ocurra en el país “una alteración sustancial de
las condiciones económicas”. Es decir, permite cambiar las condiciones pactadas de sueldo
y trabajo. Y, por si hay dudas, es este mismo gobierno el que decide cuándo estará
la cosa tan mal que habrá que suprimir todos los derechos de quienes aún trabajen.
Clarito, vaya.
Manuel
J. Ruiz Torres
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