jueves, 19 de julio de 2012

LO QUE OCURRE: POLÍTICOS Y POLÍTICA



No sé en qué momento de la extinguida democracia española, quienes debían representar al pueblo confundieron esa delegación de servicios con un reconocimiento de vasallaje. No tenían que ser lo mejor de la sociedad porque su función era, precisamente, darle voz a esa diversidad. Sin embargo, se creyeron superiores al resto y administraron como nuevos ricos, convencidos de que la riqueza que no se esperaban no se agotaría nunca. Hay quienes ya eran ricos por su cuna, quienes llegaron a serlo en este tránsito y quienes tienen una vanidad tan elemental que ya se sienten por encima de los demás porque la empresa pública les paga el teléfono o porque el cuartel les suministra el detergente del lavavajillas. Un estudio de Presidencia calcula en más de cuatrocientas cuarenta mil las personas que cobran de la política. Incluyo asesores y cargos de gestión nombrados por afinidad ideológica y personal. Naturalmente, este proceso de endiosamiento de quienes debían representarnos se ha consolidado porque han tenido buen cuidado de no mejorar la cultura política del país, ya suficientemente arrasada por la dictadura, que ya adulaba ese culto al famosillo, aunque sea ese personaje que sale en la prensa dando instrucciones al personal de Vías y Obras. No hubo tampoco ruptura ahí. Y la ostentación, que era una demostración natural de autoridad y preeminencia en el franquismo, pasó a serlo también de quienes se dedicaron luego a la política. De otra manera no se entiende que quienes deberían servir a los demás no se conformen con vivir con una elemental dignidad sino que viajen, coman o duerman instalados en el lujo. La abundancia como signo de merecido estatus personal. No sólo no se plantean que esa malversación sea un delito sino que, ni siquiera, les parece moralmente reprobable. Desde quien carga a lo público una cena privada con la pareja a quien cuelga en su casa el cuadro que el artista agradecido cedió a la institución que preside. Con el tiempo, y la adulación de quienes para medrar dependen de quien está más arriba en esta pirámide alimenticia, llegan a creerse realmente superiores. Lo creen de verdad. Pero la soberbia no es una enfermedad sino otro nombre del desprecio. Y ahí, instalados en un autismo de casta, pueden descargar su despotismo iluminado sobre quienes gobiernan. Es un proceso que ha ido creciendo, autoalimentándose por la endogamia de quienes, en cada partido, defienden su coto de privilegios, ya convertida la política en una clase aparte. Y desde esa atalaya de engreimiento, no sólo se rechaza debatir alternativas, sino que se niega la posibilidad de que existan. Fuera de mí, el país (o el municipio) se va a pique.


Lo que ahora ocurre es que esa autoinvestida autoridad se ha llevado al límite de prescindir de las formas. El Partido Popular ganó las elecciones sin decir con claridad qué haría, pero sí se comprometió expresamente con lo que no haría. Se le votó por eso. Si el sistema es de democracia representativa, el pueblo delega en un partido para que gobierne según lo que ha elegido. Si se hace lo contrario a lo comprometido, ya ese partido no representa a sus votantes. Y si destruye, con los hechos, el sistema que lo ha llevado al poder, se convierte en los verdaderos antisistema. En sólo ocho meses, el Partido Popular ha traicionado su legitimidad y ha vaciado este débil sistema de democracia por delegación que, se supone, defiende. Es normal que la gente se sienta muy estafada. Quienes les votaron, porque no les hacen caso, y quienes no, porque ganaron con trampas. Pero hay algo que les une aún más. En su elección para actuar contra la crisis, la que llaman solución única, descargan todos los sacrificios en quienes viven, y consumen, de su salario. Dejando indemnes a quienes provocaron esta ruina, especulando con la vivienda o la ingeniería financiera, ahora más ricos aún para el pillaje de lo que queda; amnistiando a quien le robó a los impuestos de la totalidad su parte correspondiente; perdonando de ese esfuerzo a la Iglesia o a quienes aún viven muy bien de la política.


Pero este descrédito generalizado de quienes se han dedicado a la política en beneficio propio, incluso con ribetes sicóticos, no debería extenderse a la política como formación y confrontación ideológica. Incluyendo la lucha sindical. Los abusos personales –sean muchos o pocos- de cargos liberados no pueden ser pretexto para desmantelar las únicas organizaciones capaces de hacerle frente a quienes están implantando una dictadura económica. No caer en esa trampa. Los abusos hay que penarlos, uno a uno. Hay quienes juegan con ventaja a este descrédito: se aprovechan de la política para su medro personal con una ideología de la verdad única, sin alternativas, sabiendo que el desprestigio de todos facilita la instalación de ese pensamiento prefascista de que las ideologías ya no son necesarias. Que hay que superar esa separación de derechas e izquierdas. Porque son, incluso, un estorbo para la obtención de resultados. Y, como tal inconveniente, hay que eliminarlo. Ya en el principio de la transición, uno de los fundadores de la primitiva Alianza Popular, luego refundada como Partido Popular, vaticinaba el fin de las ideologías. También el socialismo desideologizado del felipismo alabó esa eficacia, rendido a la fábula china del gato que cazaba ratones sin importar cómo. Ahora vuelve esa retahíla. No sólo desde sus sucesores naturales sino también desde viscosos aglomerados como UPD o algunas voces del 15M, “ni derecha ni izquierda”, tan escrupulosas de no mezclarse con los sindicatos. Naturalmente, en esa vía “práctica” sólo existen soluciones conservadoras. De una manera u otra nos llevan a la solución única. No deja de ser significativo que el partido que ganó las elecciones con la prioridad de afrontar la economía, por encima de ideologías, recupere el viejo arsenal ideológico del franquismo: la vigilancia preventiva de quienes ya hayan cumplido su condena, como una resurrección de la ley de vagos y maleantes; ensalzar la maternidad como la principal libertad de las mujeres, condenando de paso su entrada en el mercado laboral como causa del aumento del paro; o desmantelando todo el sistema educativo igualitario, con segregaciones muy tempranas hacia la formación para el trabajo, o la recuperación del obstáculo de las reválidas para encarecer el acceso a un título. Asistimos a un completo cambio de régimen, donde ya no habrá seguridad jurídica de que lo que hoy es un derecho –político, social o económico- seguirá en vigor próximamente.


El que la gente esté muy harta no es el principal problema. Aunque algunos ahora señalan el peligro de un estallido social que cebe su violencia en quienes ejercen la política. Esa violencia existe ya. Se hace habitual que cualquier protesta acabe con gente sangrando con la cabeza abierta o con moratones en su cuerpo. Las fuerzas antidisturbios parecen disponer de esa impunidad que amedrente a quienes se atrevan a la protesta. El poder necesita de esta violencia para convertir en resignación o miedo las movilizaciones de muchos y muchas recién llegadas a esta expresión de enorme cabreo. Ahora también recién convertido en delito. Como necesita el descrédito de la política para que sólo ellos vuelvan al ordeno y mando único.

Manuel J. Ruiz Torres

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