No sé en qué
momento de la extinguida democracia española, quienes debían representar al
pueblo confundieron esa delegación de servicios con un reconocimiento de
vasallaje. No tenían que ser lo mejor de la sociedad porque su función era,
precisamente, darle voz a esa diversidad. Sin embargo, se creyeron superiores
al resto y administraron como nuevos ricos, convencidos de que la riqueza que
no se esperaban no se agotaría nunca. Hay quienes ya eran ricos por su cuna, quienes
llegaron a serlo en este tránsito y quienes tienen una vanidad tan elemental que
ya se sienten por encima de los demás porque la empresa pública les paga el
teléfono o porque el cuartel les suministra el detergente del lavavajillas. Un
estudio de Presidencia calcula en más de cuatrocientas cuarenta mil las
personas que cobran de la política. Incluyo asesores y cargos de gestión
nombrados por afinidad ideológica y personal. Naturalmente, este proceso de
endiosamiento de quienes debían representarnos se ha consolidado porque han
tenido buen cuidado de no mejorar la cultura política del país, ya
suficientemente arrasada por la dictadura, que ya adulaba ese culto al
famosillo, aunque sea ese personaje que sale en la prensa dando instrucciones
al personal de Vías y Obras. No hubo tampoco ruptura ahí. Y la ostentación, que
era una demostración natural de autoridad y preeminencia en el franquismo, pasó
a serlo también de quienes se dedicaron luego a la política. De otra manera no
se entiende que quienes deberían servir a los demás no se conformen con vivir con
una elemental dignidad sino que viajen, coman o duerman instalados en el lujo. La
abundancia como signo de merecido estatus personal. No sólo no se plantean que
esa malversación sea un delito sino que, ni siquiera, les parece moralmente
reprobable. Desde quien carga a lo público una cena privada con la pareja a
quien cuelga en su casa el cuadro que el artista agradecido cedió a la
institución que preside. Con el tiempo, y la adulación de quienes para medrar dependen
de quien está más arriba en esta pirámide alimenticia, llegan a creerse
realmente superiores. Lo creen de verdad. Pero la soberbia no es una enfermedad
sino otro nombre del desprecio. Y ahí, instalados en un autismo de casta, pueden
descargar su despotismo iluminado sobre quienes gobiernan. Es un proceso que ha
ido creciendo, autoalimentándose por la endogamia de quienes, en cada partido, defienden
su coto de privilegios, ya convertida la política en una clase aparte. Y desde
esa atalaya de engreimiento, no sólo se rechaza debatir alternativas, sino que
se niega la posibilidad de que existan. Fuera de mí, el país (o el municipio)
se va a pique.
Lo que ahora
ocurre es que esa autoinvestida autoridad se ha llevado al límite de prescindir
de las formas. El Partido Popular ganó las elecciones sin decir con claridad
qué haría, pero sí se comprometió expresamente con lo que no haría. Se le votó
por eso. Si el sistema es de democracia representativa, el pueblo delega en un
partido para que gobierne según lo que ha elegido. Si se hace lo contrario a lo
comprometido, ya ese partido no representa a sus votantes. Y si destruye, con
los hechos, el sistema que lo ha llevado al poder, se convierte en los
verdaderos antisistema. En sólo ocho meses, el Partido Popular ha traicionado
su legitimidad y ha vaciado este débil sistema de democracia por delegación
que, se supone, defiende. Es normal que la gente se sienta muy estafada.
Quienes les votaron, porque no les hacen caso, y quienes no, porque ganaron con
trampas. Pero hay algo que les une aún más. En su elección para actuar contra
la crisis, la que llaman solución única, descargan todos los sacrificios en quienes
viven, y consumen, de su salario. Dejando indemnes a quienes provocaron esta
ruina, especulando con la vivienda o la ingeniería financiera, ahora más ricos
aún para el pillaje de lo que queda; amnistiando a quien le robó a los
impuestos de la totalidad su parte correspondiente; perdonando de ese esfuerzo
a la Iglesia o a quienes aún viven muy bien de la política.
Pero este
descrédito generalizado de quienes se han dedicado a la política en beneficio
propio, incluso con ribetes sicóticos, no debería extenderse a la política como
formación y confrontación ideológica. Incluyendo la lucha sindical. Los abusos
personales –sean muchos o pocos- de cargos liberados no pueden ser pretexto
para desmantelar las únicas organizaciones capaces de hacerle frente a quienes
están implantando una dictadura económica. No caer en esa trampa. Los abusos
hay que penarlos, uno a uno. Hay quienes juegan con ventaja a este descrédito:
se aprovechan de la política para su medro personal con una ideología de la verdad
única, sin alternativas, sabiendo que el desprestigio de todos facilita la
instalación de ese pensamiento prefascista de que las ideologías ya no son
necesarias. Que hay que superar esa separación de derechas e izquierdas. Porque
son, incluso, un estorbo para la obtención de resultados. Y, como tal
inconveniente, hay que eliminarlo. Ya en el principio de la transición, uno de
los fundadores de la primitiva Alianza Popular, luego refundada como Partido
Popular, vaticinaba el fin de las ideologías. También el socialismo
desideologizado del felipismo alabó esa eficacia, rendido a la fábula china del
gato que cazaba ratones sin importar cómo. Ahora vuelve esa retahíla. No sólo
desde sus sucesores naturales sino también desde viscosos aglomerados como UPD
o algunas voces del 15M, “ni derecha ni izquierda”, tan escrupulosas de no
mezclarse con los sindicatos. Naturalmente, en esa vía “práctica” sólo existen
soluciones conservadoras. De una manera u otra nos llevan a la solución única.
No deja de ser significativo que el partido que ganó las elecciones con la
prioridad de afrontar la economía, por encima de ideologías, recupere el viejo
arsenal ideológico del franquismo: la vigilancia preventiva de quienes ya hayan
cumplido su condena, como una resurrección de la ley de vagos y maleantes;
ensalzar la maternidad como la principal libertad de las mujeres, condenando de
paso su entrada en el mercado laboral como causa del aumento del paro; o
desmantelando todo el sistema educativo igualitario, con segregaciones muy
tempranas hacia la formación para el trabajo, o la recuperación del obstáculo
de las reválidas para encarecer el acceso a un título. Asistimos a un completo
cambio de régimen, donde ya no habrá seguridad jurídica de que lo que hoy es un
derecho –político, social o económico- seguirá en vigor próximamente.
El que la gente
esté muy harta no es el principal problema. Aunque algunos ahora señalan el
peligro de un estallido social que cebe su violencia en quienes ejercen la
política. Esa violencia existe ya. Se hace habitual que cualquier protesta
acabe con gente sangrando con la cabeza abierta o con moratones en su cuerpo. Las
fuerzas antidisturbios parecen disponer de esa impunidad que amedrente a
quienes se atrevan a la protesta. El poder necesita de esta violencia para
convertir en resignación o miedo las movilizaciones de muchos y muchas recién
llegadas a esta expresión de enorme cabreo. Ahora también recién convertido en
delito. Como necesita el descrédito de la política para que sólo ellos vuelvan
al ordeno y mando único.
Manuel J. Ruiz Torres
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