martes, 28 de febrero de 2012

EL EMBUDO DE LA REFORMA LABORAL

Mariano Rajoy debe ser el único presidente de Gobierno del mundo que se ha autoconvocado una huelga general. Ya antes de que se publicara en el BOE el contenido de la reforma laboral, declaraba que la misma iba a costarle esa protesta total, que es una forma nada sutil, ante el electorado que lo aúpa y ante los poderes reales que lo mantienen, de transmitir firmeza y de intentar esparcir y desvanecer como previsibles –es decir, dogmáticas- las reacciones de protesta que se produzcan. Ya he oído –en la calle, en las televisiones- acusaciones de que ese rechazo se produce antes de conocer el contenido de la propia reforma. Así que la desactivación funciona. Si los populares ya consiguieron una beatificación por mayoría absoluta, como una cuestión de fe ciega, sin concretar ninguna medida, no ha de extrañar que ahora intenten también una solución del paro poco menos que medieval. No siempre hace falta leer la letra pequeña para saber cuando el contrato que nos ofrecen, con un lo tomas o lo dejas, es una estafa. Pero sí creo saludable detenerse en cómo redactan las normas quienes decidieron que éramos un pueblo más de mandarnos que de gobernarnos.


En esencia, la reforma del mercado de trabajo sólo reforma la parte contratada, es decir a quienes hacen los trabajos, sin que contenga ni una sola obligación para quien contrata. Aunque dice que la reforma hace una apuesta por el equilibrio (palabra que se repite hasta tres veces en las tres primeras páginas), al quitar una de las patas de la mesa de negociación, esa mesa se descompensa y pierde estabilidad. De hecho, queda a la santa voluntad del empresario el dejar de sostenerla y dejarla caer cuando más intereses le produzca. El tortuoso mecanismo con el que intentan explicar que abaratar el despido implica creación de empleo, tiene –de nuevo- más que ver con la fe y otras virtudes teologales que con las matemáticas. No ha de hacerse, nos dicen, el balance en el momento en que se echa a la calle a alguien, en que ciertamente es un sumando más al paro, sino en ese idílico momento zen del futuro –incierto, inconcreto y graciable, por supuesto- en que ese mismo bondadoso empresario decide que ya ganó tanto reduciendo personal que ahora podría ganar más aumentándolo. Como ese momento futuro de generosidad –aún interesada- sólo dependería de un aumento de beneficios, el menor coste exige también mayor productividad de quienes el empresario elija, graciosamente, para seguir trabajando para él. Porque no sólo se pierden trabajadores sino que, los que quedan, deben trabajar más, no a cambio de mayor salario sino de menos. Por el beneficio del empresario, que la misma norma legal de la reforma identifica, errónea y repetidamente, con la propia empresa. Como si el capital, por sí solo, fuera capaz de producir algo si no hubiera quien lo trabaje.


El planteamiento no deja de ser infantil, o si se quiere un retroceso a los primeros años del liberalismo salvaje y sin cortapisas, cuando aún la economía de mercado apenas gateaba por los suelos y no entraba a discutir contraprestaciones sociales como parte misma del salario. Un tiempo sin horarios, ni vacaciones, ni prestaciones sociales por enfermedad. Temas donde ya se tantea ahora mismo eso que eufemísticamente llaman “una reordenación normativa”. Porque lo que viene a plantear esta reforma es, nada menos, que eliminar el contrapeso social introducido por la moderadísima Constitución actual al modelo de mercado simple. Desde su misma base: la dignidad de la relación entre las fuerzas productivas. Una relación declarada ya, abiertamente, como desigual.


Por el Decreto-Ley de Reforma Laboral, el empresariado puede adoptar suspensiones de contrato o reducciones temporales de salario o jornada, según su conveniencia, sin necesidad de autorización administrativa. Con esa inseguridad económica nadie podrá hacer una planificación de sus propias necesidades vitales. Tampoco la podrán hacer quienes accedan a un contrato a tiempo parcial, un concepto convertido ahora en subjetivo, desde el momento en que la reforma autoriza las horas extras en estos contratos. Con esta baza, el tiempo de quienes trabajen en esas empresas quedará a disposición del capricho o del beneficio del empleador. También se da prioridad al convenio de empresa frente al colectivo, con lo que el empresario impondrá de hecho sus condiciones, sin que una negociación colectiva sectorial proteja a trabajadores y trabajadoras de pequeñas empresas de la intemperie de la coacción directa de sus empleadores. Ya conozco un caso en hostelería donde el dueño de un bar “propuso” a sus empleados elegir entre renunciar todos a la paga extra navideña o el despido de uno de ellos, elegido al azar. Renunciaron a la extra.


No hace falta ya tampoco autorización administrativa ni se exige ya acuerdo con los representantes para los despidos colectivos. Se abaratan los despidos. El despido improcedente baja de 45 días de salario por año de servicio con un máximo de 42 mensualidades hasta los 33 días con un tope de 24 mensualidades. Se eliminan los salarios de tramitación de despidos improcedentes, por el tiempo que dure el juicio, salvo que el empresario decida la readmisión o se declare nulo. Se generaliza un despido barato, no sólo por pérdidas sino también por disminución de ingresos o ventas en 9 meses, aún obteniendo beneficios, de 20 días por año y un tope de un año de salario. Tras estas cifras frías, hay que reconocernos en personas que no sólo van a seguir yéndose al paro sino que lo harán con decenas de miles de euros menos de la indemnización que les correspondía. Con un salario bruto anual de 20.000 euros, a quien hubiera trabajado 10 años, la reforma laboral popular le quita 13.694 euros; a quien trabajó 20 años, 29.302 euros; a quien trabajó 30 años, 50.000 euros. Es un robo de derechos económicos y sociales adquiridos. Como especialmente grave es incluir las faltas de asistencia de 9 días intermitentes en 2 meses seguidos, incluso tan justificadas como enfermedades cortas certificadas por el médico de cabecera, en ese despido barato. Un hachazo directo a la protección pública de la salud de quienes trabajan.


Se privatiza, parcialmente, el Servicio Público de Empleo, cediendo funciones de agencias de colocación a las Empresas de Trabajo Temporal, las ETT, conocidas por su voracidad. Y que suponen que, en una misma empresa y desempeñando las mismas funciones, trabajadores y trabajadoras cobran menos de la mitad que el resto del personal vinculado directamente a la empresa, que no tiene que ceder esa parte de su salario a estos intermediarios de la subasta a la baja. La reforma no sólo acota estos excesos sino que las premia con nuevos campos de explotación.

Este planteamiento burdo, desequilibrado y abusivo se vende como la única solución a una hipotética creación de empleo futuro. Ni siquiera garantiza ese empleo sino sólo su posibilidad en tiempos de venidera bonanza. Para encomendarse a una utopía, prefiero que sea el Estado quien financie directamente la creación de cooperativas sociales o el que cree sus propias empresas y emplee con dignidad.

miércoles, 22 de febrero de 2012

LA INTIMIDACIÓN COMO POLÍTICA

La brutalísima carga policial contra menores, ayer en Valencia, no es una acción aislada, ni una puntual salida de madre de unos señores con una profunda equivocación de su función profesional, sino expresión de un sentido patrimonial y excluyente de cómo se quiere gobernar un país. Cuando alguien se cree en posesión de la verdad, incluyendo sus matices, cualquier opinión contraria se percibe como una agresión. Y, como tal, debe ser tratada. La protesta pasa a ser calificada, incluso penalmente, como atentado. Y a quienes expresan una opinión contraria se les descalifica como poco menos que terroristas, aplicándoseles a esos detenidos las mismas condiciones de aislamiento previstas para casos muy-muy delimitados. También a mí me gustaría pensar que exagero. Pero, en pocas semanas, hemos visto como la policía entraba en la Universidad de Cádiz y en un Instituto de Valencia, para callar, a las bravas, protestas pacíficas, con el argumento (o argumentario, deberíamos decir mejor, porque tanta similitud parece sospechosa) de responder a supuestas agresiones que después no aparecen en ningún video, a pesar de que se incauta cualquier documento gráfico que pudiera aclarar lo que, en cada caso, realmente sucede. Sí vemos, en cambio, violencia, saña y enorme desproporción en quienes se encargan de darle forma contundente  a las órdenes que reciben. Al parecer, pedir que enciendan la calefacción en los institutos del mayor pudridero político de este país, la Comunidad Valenciana, ya es motivo suficiente para abrir unas cuantas cabezas.



Pero la represión, incluso tan indiscriminada, no sería suficiente como acción política desmovilizadora de la sociedad, si no se acompaña de otras formas de amedrentar. Se empieza con la descalificación. Ante el riesgo de que se reciba con simpatía a quienes ocuparon un Valcárcel abandonado por los intereses bastardos de la política más miserable, se les tacha simplemente de abertzales, como hizo ese Subdelegado que, para unas cosas, no estaba aún en el cargo, y para otras, se creyó completo el Crimen y Castigo que le pusieron por delante; ante las imágenes de niños y niñas apaleados que, de tan naturalistas hasta ofenden la sensibilidad caritativa de tantos votantes de ese mismo orden final, salta esa señoría a quien le parece “habitual” recibir costosos  regalos por su cargo municipal y despacha el asunto reduciendo el asunto a una cosa de radicales. Que, para ella, debe ser de lo peor que se puede ser. Sólo superada por quien mandó esa descarga de testosterona gangrenada, la todavía Subdelegada del Gobierno, para la que, por lo visto, meter el escudo en la garganta de una niña de doce años –radical, eso sí-, o provocar decenas de personas heridas es “una anécdota”. Es la misma estrategia de desprestigio ya empezada con los sindicatos, desde hace años, señalados como vagos y vividores de las subvenciones públicas. Aunque éstas sólo supongan, con datos de mediados del 2011, 15,7 millones de euros. Que es, por cierto, casi lo mismo que, en ese año, cobraron los curas que trabajan en instituciones públicas como hospitales, cárceles y el ejército, 15 millones. Y muy-muy lejos de los 600 millones pagados a los profesores de religión, o los 252 millones que recibió directamente la Iglesia Católica. Pero hay que acabar con el escándalo de los sindicatos y su abuso de horas liberadas, como nos repiten esas empresas privadas de prensa escrita y las televisiones privadas, que también reciben 360 millones de euros de dinero público.



Aporreados, calumniados, el siguiente paso intimidatorio es el empleo de la detención como castigo. En ninguno de los dos casos, ni en Cádiz ni en Valencia, se procedió a la inmediata puesta a disposición judicial, como parecía sugerir la envergadura de los supuestos delitos o el nulo peligro de fuga. En su lugar, los detenidos pasaron la noche y buena parte del día siguiente en calabozos de comisaría, una pena anticipada que ya nadie les quitará aunque un juzgado los declarase finalmente inocentes. Es muy extensa la jurisprudencia que protege contra los excesos de la prisión preventiva. Un ex juez tan poco sospechoso de progresista como Javier Gómez de Liaño denunciaba su mal uso como instrumento de venganza social. Es el paso que va de considerar a los ciudadanos críticos en enemigos, como dijo quien todavía es responsable de la seguridad de sus amigos y, al menos por su cargo, se supone que también de sus enemigos. Como clarísima intimidación es también la escandalosa noticia de que, en Valencia, se incautaran los partes de lesiones en un hospital. Esos datos de apaleados, información médica confidencial además, están ahora en manos de la misma policía a quien denuncian. Porque este círculo de amedrentamientos sólo puede cerrarse con la impunidad de quienes ejecutan esas órdenes. Sigue sin cumplirse, de forma bastante generalizada, la obligación de llevar la identificación pasiva bien visible, según el Real Decreto 1484/1987, “con la placa-emblema, con indicación del número de identificación personal, en el pecho, por encima del bolsillo superior derecho de la prenda de uniformidad”. Además, en el mismo Decreto, “llevarán obligatoriamente el carné profesional, que será exhibido cuando sean requeridos para identificarse por los ciudadanos, con motivo de sus actuaciones policiales”. No sólo se incumple sino que, algunos detenidos manifiestan que esa detención se produjo sólo por pedir esa identificación. Como también es cierto que incumplir esa obligación de identificación pasiva y activa no se establece luego como falta disciplinaria en el Régimen disciplinario del Cuerpo Nacional de Policía, con rango de Ley Orgánica, nada menos. Permisividad, pues, del mismísimo Estado.

Sólo que, quizás, quiero creer que de tan exagerada sobreactuación va a ser que se equivoquen de estrategia. Y lo que pretende asustar y dejar en la resignación de sus vidas a la mayoría entregada, pueda tener un efecto contrario. Y haya más personas que vean detrás de los desconchones de esta democracia las injusticias que le asoman. Y las protestas sean entonces para acabar con todo este tinglado basado en la violencia.

lunes, 13 de febrero de 2012

LA FOSA COMÚN DE LA TRANSICIÓN

Lo peor de la transición política española es que no estableció un referente moral de lo que está bien y de lo que es intolerable. Cuando la oposición a la dictadura clamaba por una ruptura, que era una simple cuestión de justicia y, desde luego, de imprescindible higiene del poder, los continuadores de esa dictadura vendieron su propia supervivencia como una grandísima lección de generosidad. Para esa pantomima se presentaron como domesticadores de los salvajes que, más a su derecha  -decían- o en el seno de un ejército todavía del bando nacional, no estaban dispuestos a hacer concesiones. La izquierda timorata los aceptó como mal menor y, en el lote, todas las grandes instituciones surgidas de las faldas del mismísimo Franco quedaron, no sólo asumidas sino presentadas como llenas de gracia. Desde la Monarquía a la Judicatura, desde la guerra sucia de la Dirección General de Seguridad hasta la Unión de Centro Democrático, que les puso piso a todos e hizo funcionarios a los instructores de Falange y funcionarias a las niñas de la Sección Femenina. Pero lo peor, ya digo, es que nadie planteó siquiera una condena moral de lo que había sido una meticulosa política de exterminio del enemigo político, con asesinatos, cárceles, depuraciones que dejaron sin trabajo a disidentes o los condenaron al desolador exilio. A quienes, todavía hoy, aplauden esos métodos –desde el escenario de un concurso carnavalesco, que ya hay que ser imbécil para no entender donde está uno, o desde el puesto de pescados que tan ufano rebana cuellos de pescadillas, qué tiempos, bajo la advocación del santón generalísimo-, a esos y esas que añoran aquella mano dura, ya los querría ver justificar aquella política de los apolíticos, si les afectara en propia sangre. Si la democracia que tanto denostan los tratara como proponen para los demás.



Como no hubo condena, este país no se unió entonces en un proyecto común sino en la resignación. Y ya son muchos años de conformarse. Si una familia sólo reclama su derecho a encontrar a sus muertos y enterrarlos, aún sabiendo quien fue su verdugo, no falta quien, desde las derechas, lo acusa de reabrir viejas heridas. Pero no las reabre la familia que pone el nombre de su padre fascista, y rico ladrón por lo mismo, a un nuevo conjunto de edificios, construido en tierra municipal, con la aquiescencia de un régimen corrupto en esencia pero que, aún hoy, se permite dar credenciales de honestidad y se escandaliza de las corrupciones de los demás. Es intolerable, lo de los demás. Que diría Arenas. Ya han pasado treinta y siete años de que muerto el perro nos siga contagiando su rabia. El régimen se autoamnistió en su impunidad, aunque en las portadas de los periódicos, incluso progresistas –banderas victoriosas-, eran los rojos los que salían de las cárceles o regresaban de tierras lejanas donde dejaban para siempre hijos, hijas, media vida recompuesta. Se elaboró una Constitución de mínimos, que todavía celebramos con un festivo, incluyendo a aquellos personajes que hicieron todo lo posible por recortarla aún más; gente como Fraga que incluyó en el texto sus exigencias reaccionarias y sus amenazas de romper ese consenso del chantaje, y que, todavía hoy, en este enorme ejercicio de desmemoria y frivolidad, se sigue venerando como un padre más de la democracia, doctor honoris causa de la Universidad de Cádiz.



La memoria les molesta mucho. Se entierra a paletadas. De aquella corrupción generalizada vienen éstas. Todas. Se creó escuela y, además, nadie dijo que poner el Estado al servicio personal, política y económicamente, estuviera mal. Ni siquiera se dijo que estaba feo, en aquella gran fosa séptica de la reconciliación nacional. Habla pueblo, habla. Ya nadie se acuerda de que, en 1990, todo el país pudo oír unas cintas donde diversos cargos políticos del Partido Popular admitían la financiación ilegal del partido y, de paso, su propia rebañadura. Se detuvo al tesorero del PP Eugenio Naseiro. En una de esas cintas, el entonces presidente de la Diputación valenciana admitía, hablando con Zaplana, que “estaba en política para forrarse”. Las cintas las anuló el Tribunal Supremo al considerar que estas “habían vulnerado derechos fundamentales”, denostando al juez que sacó el caso, Manglana. Uno de los implicados llegó a presentarse como paciente del psiquiatra López-Ibor, para señalar al juez como un desalmado que presiona a un testigo hasta un extremo intolerable. Ya entonces Federico Trillo llevaba la asesoría legal del Partido. El mismo Zaplana siguió, después, su personal calvario: de presidente de la Generalitat valenciana a ministro de España y, de ahí, a Delegado para Europa de la multinacional española Telefónica, privatizada por Aznar, con un sueldo de 600.000 euros anuales. Su nombre ha sonado como nuevo imparcial director de la televisión pública. Pero lo ha negado. Pagan poco. A quien le siguió en la autonomía valenciana, Camps, le hemos oído agradecer regalos a los mismos que después ganaban sus concursos, pero un jurado popular ya nos ha convencido de que no hemos oído lo que hemos oído. Les das un móvil y se creen que están en la función de fin de curso representando Alí Babá en la cueva de Lehman Brothers. Representando, he dicho. Su abogado es Javier Boix, el mismo prestigioso penalista que consiguió anular las cintas del caso Naseiro.



Ahora, una sentencia del mismo Tribunal Supremo condena al juez Garzón que instruía otro caso de corrupción del Partido Popular. Como la sentencia declara ilegal las escuchas, pronto se anularán las cintas que todo el país hemos escuchado y les saldrá gratis el botín robado. El asesor jurídico del Partido Popular sigue siendo Trillo, al que ni siquiera citaron como testigo en el juicio del caso Yakovlev, a pesar de que intervinientes en el juicio lo señalaron como quien dio orden de que se dieran prisa en las identificaciones de los cadáveres. Y todo este escándalo estalla en los mismos días, qué sarcasmo, que se declara la barra libre del despido. Mandar más gente al paro para acabar con el paro. Ya ni se molestan en ponerle un poco de literatura edulcorada a sus negocios.



Diez años después, 2001, y lo cuento a efectos puramente cronológicos, líbreme el cielo de hacer una correlación causa-efecto, se modificó el sistema de elección del Consejo del Poder Judicial. Desde entonces fueron las asociaciones profesionales quienes proponían a sus candidatos y, entre ellos, el Parlamento escogía a los doce jueces y magistrados. Con mayoría absoluta, el Partido Popular escogió una mayoría equivalente en ese Poder Judicial que, al acabar su mandato, con las elecciones perdidas, se negó a renovar. En ese tiempo, la inmensa mayoría de los nombramientos de ese Poder Independiente del Estado, desde Montesquieu, (los magistrados del Supremo, los presidentes de Tribunales de Justicia autonómicos y los jefes de las distintas salas de la Audiencia Nacional), fueron candidatos conservadores. En la importante Sala Segunda del Supremo, que juzga a políticos y jueces relevantes, entre 1996 y 2004, en las dos legislaturas de Aznar, de los once nombramientos realizados ocho magistrados son conservadores. En esos años, Trillo siguió llevando la estrategia legal del PP, compatibilizándolo con un cargo institucional, primero como presidente del Congreso y después como ministro de Defensa.

El nuevo ministro popular de Justicia acaba de anunciar una reforma para volver al viejo modelo de nombramientos de jueces. Para acabar con la politización de la justicia.