martes, 2 de octubre de 2012

CATALUÑA


Creo que falta verdadero afecto en muchas reacciones españolistas al anuncio de una posible separación de Cataluña. De hecho, creo que, en este momento, se entendería mejor el estado de nuestras relaciones si utilizáramos más el símil de una pareja en conflicto y no el de socios mal avenidos de una misma empresa. Lo que viene a decirnos Cataluña es que se está pensando el divorcio. Y a nadie que quiera conservar a su pareja se le ocurre, ante ese anuncio, amenazarla con hacerle la vida imposible, quitarle la casa y la hacienda o llevarla a la indigencia, si nos deja. No son maneras de recuperar afectos puestos en duda. Las parejas, sean del género o ciudadanía que sean, reaccionan mal ante los ultimátum. Esa españolidad que ahora pide tanques o el boicot de productos catalanes, responde como amantes despechados que confunden el amor con un campo de minas. Y que, en su testosterona ciega, no les reconocen a los demás el derecho de emparejarse o, si así lo quieren, de vivir sin nadie, libremente.

 
Porque lo que realmente pide ahora Cataluña no es el divorcio, sino su propio derecho a ese divorcio. Ahora prácticamente nadie defiende un matrimonio obligatorio de por vida aunque, en su caso particular, no esté pensando en divorciarse. Lo que hoy se asume como una aberración es obligar a alguien a convivir con alguien con quien se lleva mal, o le produce un desánimo permanente. Pero eso que hoy es lo normal, estaba prohibido hace sólo 31 años. La Ley de Divorcio, de 1981, sólo tuvo 102 votos a favor, 22 en contra y 117 abstenciones. Se opuso radicalmente la entonces Alianza Popular, donde ya militaban Aznar y Rajoy, y el sector democristiano de UCD. Esa votación no se correspondía con la opinión de la sociedad, mucho más práctica. Cuando el Centro de Investigaciones Sociológicas preguntó, por primera vez, en 1980, sobre la justificación del divorcio, sólo un 13 %  no lo consideraba justificado en ningún caso.  En 1994 un porcentaje parecido, un 14 %, creía que debía permanecerse en el matrimonio aunque éste funcionara mal. En el último estudio que conozco, 2003, eran un 9% quienes no aceptaban (qué verbo) el divorcio. Sin embargo, esa amplia mayoría que, razonablemente, creen que el divorcio es la solución para un mal matrimonio, un 80 % en el 2003, no se corresponde ahora con quienes creen que se debe extender este mismo derecho de autonomía vital a los pueblos. Quizás por la misma virulencia emocional -como el último bastión del honor patriarcal- con la que algunos quieren contaminar el debate.

La autodeterminación es el derecho a divorciarse, a no compartir un proyecto común si una de las partes así lo quiere. Negar ese derecho, incluso cínicamente en nombre de la democracia, es defender la unión por la fuerza antes que por decisión propia. El matrimonio forzado por rapto antes que por amor. Es decir, negarles a los pueblos lo que nos parece evidente en las personas. Lo ejerza Cataluña, Gibraltar o Ceuta, por citar ejemplos históricos muy distintos, y que la hinchada recibe según sus expectativas de ganar el partido. Después de reconocido ese derecho, se podrá dar o no la situación de que alguien pida ese divorcio. Y sólo entonces sería el momento de debatir y de negociar la relación futura por el bien de los hijos comunes.

Y, para que nadie se confunda, no me gustaría separarme de Cataluña, a la que tanto amo. Cívica, culta, vitalista, eficiente, productiva, plural, divertida, abierta. En muchos aspectos, lo que me gustaría que llegara a ser el resto de lo que hoy conformamos España, un territorio cambiante y no inamovible, no se olvide, a lo largo de la Historia. Sólo que, aquí, en lugar de ese respeto que mejore la relación, o la salve, ya hay quien pide, como medidas cautelares, la cadena perpetua.
 
Manuel J. Ruiz Torres

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